En un hospital romano ha muerto la poetisa más inteligente e importante que nuestro país ha producido en este siglo, de resultas de las escaldaduras y quemaduras que, al parecer, se causó en la bañera, según comprobaron las autoridades. Yo hice viajes con ella y, en esos viajes, compartí muchas de sus opiniones filosóficas, y también sus opiniones sobre la marcha del mundo y el curso de la Historia, que la espantaron durante toda su vida. Muchos intentos por su parte para volver a su patria austriaca fracasaron, una y otra vez, por la desvergüenza de sus rivales femeninas y la vulgaridad de las autoridades vienesas. La noticia de su muerte me recordó que fue mi primer huésped en mi casa, todavía totalmente vacía. Estuvo siempre huyendo y vio siempre en los hombres lo que realmente son, una masa obtusa, vulgar y despiadada, con la que, realmente, sólo es posible romper. Como yo, descubrió ya muy pronto la entrada del infierno, y penetró en ese infierno, aun a riesgo de perecer muy pronto en ese infierno. Las gentes especulan sobre si su muerte fue sólo un accidente o realmente un suicidio. Quienes creen en el suicidio de la poetisa dicen una y otra vez que se quebró por sí misma, cuando, en verdad, como es natural, se quebró sólo por su entorno y, en el fondo, por la vileza de su patria, que la persiguió de cerca en el extranjero, como a tantos otros.
Thomas Bernhard, El imitador de voces