Me enamoré y, sorprendentemente, el objeto de mi amor no tardó en objetivarme a mí. Meses de fantasía muda quedaron atrás, como un montón de ropa gurruñada a los pies de su cama. Nos convertimos en objetos sudorosos, durante toda la noche. A la mañana siguiente imaginé excusas que nos permitieran permanecer allí encerrados, en su casa. Exactamente, en su dormitorio. Quiero decir excusas imaginarias, si no no las hubiera imaginado: imágenes de guerra, tebeos de superhéroes, enemigos a combatir exclusivamente con nuestro encierro.
Luego nos aburrimos. Decidimos salir. Anochecía una vez más y estábamos cansados, no encendimos la luz y miramos por las ventanas, antes de salir, antes de decidir salir: me deprimía aquel oscurecerse insistente de las cosas. Pensé que quizás habíamos perdido, de pronto, nuestros superpoderes. Pero salir era un placer, un placer a su lado, con mi nueva amante. Salimos y todos nuestros enemigos nos dejaban un hueco, en las aceras, para pasar. Se apartaban para que pasáramos de la mano y sentí que la amaba, que yo la amaba y que ella me amaba, no sé decirlo de una forma menos cursi.
Bueno, ya éramos superhéroes.