Una vez más, fui a encontrarme con ella. Para continuar con este juego absurdo.
Si solo nos dejasen marchar juntos, por fin, y no volver. Irnos lejos, donde nadie espiase esta repetición que es ya una burla de nuestros verdaderos sentimientos, y no prolongar más esta absurda comedia.
Me deslicé entre los estantes, fingiendo distracción y haciéndome el encontradizo. Debía actuar como si nos hubiésemos visto durante meses, como si nos hubiéramos deseado todo este tiempo, mudos y en la distancia.
La vi. Me estremecí, como solía. Pero debía ocultarlo.
Después, fuimos corriendo hasta su casa.
Follamos.
Pasaron dos o tres días, en los que reprodujimos el ritual que tan bien conocíamos. Algo cansados, ya. Jugando, por ejemplo, a fingir que espiábamos lo que podía suceder allí afuera, desde las ventanas. Pero sabía que, en realidad, eran todos ellos, quienes pasaban con aire fingidamente distraído debajo de su casa, los que nos vigilaban todo el tiempo. Ellos: todo su barrio.
Y toda la ciudad.
Y tuve miedo.
Hora de pasear, me dijo ella.
Sí, respondí. Es hora de salir. Allí fuera. Donde nos esperaban.
Una vez más.
La pesadilla.