ENANOS EN LA PINTURA BARROCA EUROPEA
«¡Oh…!, pero de una u otra manera, eran considerados infrahumanos».

El bufón el Primo, Velázquez, óleo sobre lienzo, 1644.
Puede que para muchos sea difícil comprender la pasión que por los enanos se desató en las cortes europeas durante los siglos XVI y XVII. Durante ese período de la historia de la humanidad, los enanos viajaron sin parar de un país a otro: eran trofeos cotizados para las horas de ocio de reyes, príncipes, embajadores, cortesanos, cardenales…; pero en ninguna corte tuvieron tanta importancia como en la de los Austrias —Carlos V los apodó «hombres de placer» y los diferenció del resto del servicio—. Amigos, un enano bufón era un tesoro importante.
El séquito de «los hombres de placer» también incluía a rufianes, gigantes, gordos, negros, locos, hermafroditas… El séquito de la risa y de la burla estaba compuesto por todos los marginados, ya fueran por sus características físicas o por sus condiciones mentales. Aquel que hiciera reír pasaba a ser una especie de esclavo —esclavo porque no podía librarse de su destino— al servicio de sus majestades.

Doña Juana de Mendoza, duquesa de Béjar, con enano, Alonso Sánchez Coello, óleo sobre lienzo, h. 1585.

Error infantil, Giovanni Mannozzi, óleo sobre lienzo, h. 1630.
Hacer reír contando chistes, inventando chismes, parodiando a los demás, haciendo trampas en las rifas y en los juegos de naipes y de dados era el objetivo fundamental de estas pobres gentes que, de igual modo, eran empleados como espías, como lleva y trae entre amantes, como vehículos para crear estados de opinión entre los cortesanos, como adornos para festejos y hasta como funcionarios. El puesto a ocupar dependía de las habilidades de cada cual. El cargo de bufón recaía, por ejemplo, en los que hacían coincidir ingenio y atrevimiento.
El papel relevante de los enanos llegó a su fin cuando Luis XIV los expulsó de la corte francesa. Esta decisión, que corrió como la pólvora por Europa, terminó con «la dinastía» de los enanos, quienes, hasta entonces y como he dicho, habían acaparado el mejor puesto dentro de los «hombres de placer».

Cámara de los esposos, Andrea Mantegna, pintura al fresco, 1465-1474.
(Observa esta escena cortesana: la enana es la única figura que nos mira, la única que comunica con el espectador).

Moisés salvado de las aguas, Veronés, óleo sobre lienzo, h. 1580.
(En esta imagen religiosa también hay un enano: está a la derecha del cuadro).
Pero…, ¿por qué el Rey Sol decidió que era ya hora de quitárselos de encima? Quizás en sus exigentes cánones de belleza no entraba tener merodeando por los lujosos salones versallescos a personas tan «peculiares».
En la pintura figurativa, lo feo ayuda a distraer la atención de los defectos del que tiene una apariencia «agradable»; sin embargo, Luis XIV, si nos guiamos por los retratos, no fue nada agraciado. Así que es posible que fuera consciente de que la deformidad de un acompañante no ocultaría la suya, si no todo lo contrario. Otra razón para no posar con gentes tan llamativas pudo haber sido la de evitar que le robaran el protagonismo; a fin de cuentas, él instauró el absolutismo monárquico. ¿Quién sabe…?
Las razones últimas por las que el Rey Sol se quitó de encima a la pequeña corte de «raros» no las he podido hallar —y mira que he leído sobre el tema, pues me apasiona—. Ahora, lo que sí sabemos es que los Borbones enviaron al paro a los enanos que Carlos V había puesto de moda.

Luis XIV de Francia, Hyacinthe Rigaud, óleo sobre lienzo, 1702.
(El rey que puso fin al «boom» de los enanos).

María Teresa de Austria (esposa de Luis XIV), atribuido a Charles Beaubrun, óleo sobre lienzo, siglo XVII.
Mientras los Austrias gobernaron, los enanos encontraron cobijo no sólo en tierras españolas, sino también en tierras flamencas e italianas —el escritor Seve Calleja comenta en Desdichados monstruos que los italianos sentían tanta pasión por los enanos que los fabricaban… «medicándolos».
Mientras los Austrias gobernaron, los enanos encontraron, ¡cómo no!, un sitio en los lienzos, saltando del retrato de grupo al retrato individualizado. Entre cortes y casas señoriales hay contabilizados, entre los años 1563 y 1700, más de ciento cincuenta «sabandijas palaciegas» o «criados peculiares».

Servidores de la corte de los Medici, Anton Domenico Gabbiani, óleo sobre lienzo, h. 1684.

Arrigo Peloso, Pietro Matto y Amon Nano, Agostino Carracci, óleo sobre lienzo, 1598-1600.
(A la izquierda está el enano Amon, en el centro Arrigo, el hombre peludo, y a la derecha el bufón Matto. Todos formaban parte de la corte del cardenal Eduardo Farnesio. Curiosidad: el velludo era originario de las Islas Canarias).
Los artistas plásticos encontraron en los «hombres de placer» un pretexto para dar libertad al ingenio. La variedad de «criados peculiares» incitaba a crear pinturas alejadas de los tradicionales asuntos mitológicos, históricos y religiosos, regidos por estrictos cánones estéticos. Los pintores dieron paso a la ironía y a la sátira, creando una pintura cortesana y costumbrista, que terminó siendo espejo de la crueldad con la que fueron tratadas estas personas. La falta de piedad, de gentes que se decían cristianas, quedó evidenciada en los lienzos.
Y es así como el enano se cuela en la pintura barroca de género.

Retrato del enano Morgante, al servicio de Cosimo de Medici, Agnolo Bronzino, óleo sobre lienzo, 1553.
¡Oh…!, pero no sólo el enano bufón fue pintado para ser ridiculizado, pues el enano encontró en Diego Velázquez (1599-1660) un aliado: el sevillano, al servicio del rey Felipe IV, devolvió a las «sabandijas palaciegas» la dignidad que les había sido arrebatada. Diego Velázquez lo hizo retratándolos con realismo, sin omitir ni exagerar ningún rasgo físico o psíquico.
Velázquez, casi siempre, pintó al enano con fondos neutros para que la figura fuera la protagonista. Y le ofreció la luz que más lo favorecía, regalándole una paleta elegante y discreta con la intención de contagiar vida al representado. Afirma, y con razón, el historiador Ángel Aterido que en los retratos de enanos de Velázquez: «(…) el único que es una estatua es el rey».

El bufón Calabacillas, Diego Velázquez, óleo sobre lienzo, 1635-1639.

Retrato de un enano, Juan van der Hamen, óleo sobre lienzo, h. 1626.
(Se cree que estaba al servicio del conde-duque de Olivares. El enano está pintado con bastón, objeto que sólo portaban reyes y generales).
Pero como pasa en la vida, el humillado, ya sea por su condición física o mental, está acompañado de un halo de tristeza y de melancolía que un pintor observador no puede pasar por alto. Hay en «los raros» una amargura que siempre asoma por una comisura de los labios, por un gesto apretado de la cara, por unas pupilas perdidas…
Comicidad, dramatismo y tristeza es el tripartito que gobierna en los retratos de las «sabandijas palaciegas», aunque no todas tuvieron la misma suerte; mientras que los bobos, gordos, locos, sordos, mudos… no eran más que monos de feria, los enanos bufones solían vestir buenos trajes, dormir en las cámaras de sus reyes y hasta poseer criados y carruajes. También tenían, para poder ejercer su condición de cómicos, libertad para no ajustarse a las exigentes etiquetas de palacio.

Retrato del enano Michol, Juan Carreño Miranda, óleo sobre lienzo, h. 1680.
(A diferencia de otros cuadros, donde los perros son grandes para resaltar la pequeñez de la figura, en este los perros son más chicos para que Michol parezca tener un tamaño normal; pero, ¡oh…!, el pájaro que está sobre la mesa lo devuelve a su realidad. Es la representación de la burla).

Enano del cardenal Granvelle, Anthonis van Dashorst Mor, óleo sobre lienzo, h. 1560.
(Primer cuadro de la zaga de enanos con perros. Se dice que este enano fue espía).
Amigos, ahí está, gracias a los retratos de Juan Carreño de Miranda (1614-1685), Eugenia Martínez Vallejo. Eugenia Martínez Vallejo (1674-1699) fue llevada a la corte por sus padres. Tenía seis años cuando el rey Carlos II la hizo posar para el pintor barroco. Eugenia fue inmortalizada vestida y desnuda. Murió con veinticinco años y era considerada una «monstrua» debido a su obesidad.
Juan Cabezas, cronista de la época describe así a la niña nacida en una villa de Burgos: «Eugenia era blanca y no muy desapacible de rostro, aunque lo tiene de mucha grandeza. La cabeza, rostro y cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas de hombre; su vientre es tan descomunal como el de la mujer mayor del mundo a punto de parir. Los muslos son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunden y hacen imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa. Las piernas son poco menos que el muslo de un hombre, tan llenas de roscas ellas y los muslos que caen unos sobre otros, con pasmosa monstruosidad y aunque los pies son a proporción del edificio de carne que sustentan, pues son casi como los de un hombre, sin embargo, se mueve y anda con trabajo, por lo desmesurado de la grandeza de su cuerpo».
Siento dolor al pensar lo que tuvo que pasar esta joven tan desafortunada. Miren sus cuadros y miren el retrato de Carlos II y díganme a quién le sentaría mejor el despectivo apodo.

Eugenia Martínez Vallejo (desnuda), Juan Carreño de Miranda, óleo sobre lienzo, h. 1680.
(¡Qué mirada de resignación, de vergüenza y de tristeza!).

Eugenia Martínez Vallejo (vestida), Juan Carreño de Miranda, óleo sobre lienzo, h. 1680.

Carlos II, Luca Giordano, óleo sobre lienzo, 1693.
(Nietzsche en el «Crepúsculo de los dioses», dice: «se entiende lo feo como señal de degeneración»).
He señalado antes que los enanos viajaban por toda Europa. Pero no he dicho que los mayores suministradores de enanos fueron, por este orden, Polonia y España; aunque se afirma que fueron los cristianos de las cruzadas los primeros en usar a los enanos como «obsequios» para monarcas —en la literatura medieval abundan enanos, y son de dos tipos: los que ayudan al héroe a cumplir sus metas y los que sirven al narrador para dar comicidad al texto, ridiculizando las proezas del amo.
Tampoco he dicho que fue el rey Felipe II quien decidió que era hora de que los enanos salieran de los retratos de grupo para tener los suyos propios. No les he contado que eran incluidos en los testamentos como «objetos» a heredar. No les he mencionado que había hospitales con salas exclusivas para locos y enanos y que en cuanto estos mejoraban eran vendidos a los nobles. No les he dicho que, por supuesto, sus nombres eran ridículos y que mientras más chiquitos… más cotizados.

El príncipe Baltasar Carlos con un enano, Diego Velázquez, óleo sobre lienzo, 1631.
No les he contado que el rey Felipe IV llamaba a su hija «sabandija»; y que «sabandija» aparece en Las Meninas de Velázquez acompañada por dos de sus enanos, porque, lector, los enanos también cumplían la función de «juguetes» para infantes. Sin embargo, en Las Meninas, cuadro de grupo, complejo y realista, la infanta Margarita y sus enanos —Marí Bárbola, de frente y robando protagonismo, y Nicolasito Pertusato, pisando al perro— visten con el mismo esplendor. Lo repito, no hubo un pintor más identificado con la tragedia de estas personas que Diego Velázquez.

Las Meninas, Diego Velázquez, óleo sobre lienzo, 1656.
El enano en la pintura es una innovación del Barroco, como lo es el retrato de grupo, el retrato individual, las vanitas, la pintura de género, de flores… El Barroco se afanó por desplazar la belleza clásica del Renacimiento y por ahondar en los contrastes de opuestos. En el Barroco vence la expresividad. El Barroco, además de simultanear lo bello y lo feo, es lienzo donde despuntan la naturaleza, la fugacidad de la vida y las escenas mundanas.
El enano fue protagonista del Siglo de Oro Español: aparece en el arte y en la literatura. Ahí está Sancho Panza, caricatura de escudero, representándolos. Así lo describe Miguel de Cervantes en el capítulo uno de la biblia de la literatura hispana:
«Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de ‘Rocinante’. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rótulo que decía ‘Sancho Zancas’, y debía ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de ‘Panza’ y de ‘Zancas’, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia».

Enano durmiendo, anónimo, óleo sobre lienzo, h. 1700.
Sancho Panza es un personaje ingenioso, grotesco, ignorante, miedoso y bien intencionado. Sancho Panza es un enano «carnal», que nada tiene que ver con los enanos sobrehumanos de la literatura oral nórdica. Sancho recuerda a Ardián, el enano que comparte hazañas con el protagonista de una de las obras más representativas de la literatura española. Me refiero a Amadís de Gaula (1508).
El enano es mencionado desde el inicio de los tiempos del hombre. En las leyendas nórdicas orales, por ejemplo, eran sentenciados como seres sobrenaturales y maliciosos. También aparecen en los séquitos de los príncipes egipcios y de los faraones, por no hablar de las vasijas griegas donde los vemos batallando con los gruidos.
Marco Polo, en su Libro de las maravillas, escribió que no existían, que estaban «hechos por humanos», que se «hacían a mano». ¡Oh…!, pero de una u otra manera, con mayor o menor fantasía, eran considerados no del todo humanos.

Retrato de Gabriello Martínez, anónimo florentino, óleo sobre lienzo, h. 1640.
(«Puestos en orden de batalla con sus respectivos jefes, los troyanos avanzaban chillando y gritando como aves, así profieren sus voces las grullas en el cielo, cuando, para huir del frío y de las lluvias torrenciales, vuelan gruyendo sobre la corriente del Océano, y llevan la ruina y la muerte a los pigmeos, moviéndoles desde el aire cruda guerra», leemos en la «Ilíada»).
Las leyendas sobre el origen de los enanos se sucedieron hasta que las excursiones por el continente africano confirmaron la existencia de «tribus cuyos individuos (eran) de estatura tan inferior a la de los demás hombres» —definición que corresponde al botánico y etnólogo letón Georg August Schweinfurth (1836-1925), quien descubrió a los pigmeos —tribu aka— en su segundo viaje a África (1868-1871).
Amigos, no quiero terminar el artículo que dedico a los enanos bufones sin mencionar a otro de los fenómenos que alegraron las vidas de palacio. Me refiero a las mujeres barbudas, a las enfermas de hirsutismo que fueron el hazmerreír de todos.

La mujer barbuda con su marido y su hijo, José de Ribera, óleo sobre tela, 1631.
(Magdalena Ventura con su pecho al aire, intentado amamantar al hijo, con su marido al fondo, sabiendo que su imagen perduraría. Cuando Magdalena posó para «El Españoleto» tenía cincuenta y dos años y tres hijos).

La barbuda de Peñaranda, Juan Sánchez Cotán, óleo sobre lienzo, 1590.
(Brígida del Río fue inmortalizada en este cuadro, pero también es mencionada en el «Tesoro de la Lengua Castellana», diccionario de Sebastián de Covarrubias, y en el «Guzmán de Alfarache», novela de Mateo Alemán. Ahora se cree que padecía cáncer de ovarios, pero entonces sólo era un fenómeno de la naturaleza que los médicos no podían catalogar. He leído que, para mayor escarnio, las mujeres barbudas tenían fama de promiscuas y de demoníacas).
Los enanos, junto con sus compañeros de desdichas, inspiraron a algunos de los artistas más importantes de la Historia del Arte. Ahí están, posando, mirándonos desde los lienzos, con expresiones de tristeza que ni la paleta más colorida, ni los encajes más vistosos, ni los cortinajes más impresionantes, ni las compañías reales pueden deshacer. Están ahí, inmortalizados, porque en el Barroco encontraron un buen cronista, pues la imagen visual tiene el don de la varita encantada del hada.


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La entrada Enanos en la pintura barroca europea. se publicó primero en El Copo y la Rueca.
