Revista Literatura

Enseñanza

Publicado el 09 septiembre 2011 por Gasolinero

Ingresé en el sistema educativo con cuatro años. Ya sabía leer perfectamente y sin silabear, de ello se encargó mi abuelo «Ya» mediante (nunca entendí que hacía un comecuras suscrito a ese diario durante toda su vida). También me adiestró en trazar unas cuantas letras y números. El tres lo caligrafiaba mi yayo de una forma particular, dos redondelitos superpuestos y unidos por un arco.

—Abuelo ¿eso qué es?

—Eso es un tres en mi pueblo.

Me llevó mi madre de la mano al colegio «Miguel de Cervantes», por mal nombre «del matadero», el edificio tal vez fuese antiguamente un macelo y cambiaron los cuchillos, hachas y ganchos por los pupitres, encerados y plumieres, aunque continuaba el sacrificio de impúberes seres, de forma más cruenta en aquellos años de letras y sangres. Me dejó en clase de párvulos con la señorita Isabel. Era septiembre de 1968. Acabé mi educación reglada en junio de 1983 y aquella fue la primera y única vez que cualquiera de mis progenitores fueron a alguna de las escuelas e institutos por los que anduve. Y siempre fui andando, aunque cayesen chuzos de punta. He de decirte como nota de fatuidad, letrado lector, que siempre he sido un buen estudiante y, como nota social, que siempre he ido a la escuela pública.

Como todos los de mi generación sufrí en mis carnes los estertores de aquella educación; de la que no arrastro ningún trauma y a la que no guardo rencor.

Nuestras hijas ingresaron en un colegio concertado. La primogénita empezó a una edad en la que la educación no era obligatoria y tuvimos que pagar una cantidad al mes durante el primer curso, no recuerdo cuanto. Al poco hubo una reunión de la asociación de padres, a la que nos habíamos afiliado con la convicción y alegría propia de los noveles. Tras cumplir el orden del día, disertó un delegado del colegio y entre otras cosas, nos pedía a los padres que no pasásemos a recoger a los zagales pequeños los días de lluvia, nieve o frío a las aulas, pues molestaban al resto de los cursos que andaban en ese momento dando lección. El claustro en capítulo, nos transmitió el señor, consideraba que para la buena marcha de las clases era mejor que esperásemos a los nenes en el patio. En ese punto levantó la mano un padre al que conocía.

—Pues yo voy a seguir pasando a por mi hijo. —y explicó— No lo he traído a un colegio de pago para que se moje o pase frío.

Éste alabancioso señor era hijo del portero del mentado primer colegio al que fui. Nos dimos de baja de aquella asociación con nombre de maleantes. Comprendí que había cambiado mucho el papel de los progenitores en la educación de los vástagos. Esto se fue acrecentando cuando al ir a recoger a las nenas de clase, servidor observaba que estábamos esperando más papis, mamis y abuelos que alumnos iban a salir del colegio. Y lo mismo en todos.

Creo, modestamente por supuesto, que los padres de hoy en día, no solo no educamos a nuestros hijos en casa, sino que interferimos para mal en la labor de desasne que con ellos realizan los maestros. Todos queremos hijos brillantísimos e incluso superdotados y cuando esas expectativas no se cumplen, culpamos necesariamente al profesor, al que a la vez exigimos que los trate con especial delicadeza y que no le meta mucha materia al chico, que el conocimiento llega por ciencia infusa y no sea que le salga ardiendo el bulbo raquídeo.

En una reunión con padres y madres, ya en la ESO creo, la tutora nos explicaba las evoluciones lectivas de nuestros retoños durante el trimestre que acababa, el primero a la sazón. En el turno de ruegos y preguntas los asistentes, en su mayoría madres, llevaron la charla a vericuetos escolásticos: se discutía el sistema educativo en su conjunto. Yo estaba frito. El asunto era que los chiquillos tenían que aprender los conceptos no memorizando, llegando a ellos como conclusión deductiva. Una madre, la que parecía más convencida, remató:

—Yo no quiero que mi hija aprenda nada de memoria.

—¿Ni los axiomas de matemáticas? —le dije de malas formas.

—Tampoco.

Otra vez ocurrió, en tercero de la ESO con la clase de la mayor, que la tutora dio a luz y estuvo casi todo el curso de baja, como sustituta pusieron a una joven y bisoña profesora, a la que los zánganos de los discípulos se le fueron de las manos. Al siguiente trimestre nos citaron a una reunión urgente en la que la directora nos explicó la poca vergüenza de nuestros vástagos, como se la habían liado a la pobre e inexperta maestra y la birria de calificaciones que habían obtenido. Una vez expuesta la situación nos pedía, como padres, algún tipo de solución para atajar el desaguisado.

Comenzó un entretenido debate en el que se propusieron medidas, cuanto menos, sorprendentes. Un señor, militante de la CNT no hacía mucho, afirmaba, en competencia con su ex que también asistía, que era necesario poner un guardián del aula, que apuntase al que moviese. Eso sí, cambiándolo cada mes, para que todos conociesen el peso de la responsabilidad.

En un momento determinado apareció el chivo expiatorio, uno de los mayores inventos de la humanidad como dice un afamado economista. La culpa de todo la tenían los que no habían asistido a la reunión, a la que obviamente no iban por ser culpables, demostrando con su ausencia la poca importancia que le tenían a la escuela, ellos y sus padres. Nuestros hijos, que estaban allí como señal inequívoca de inocencia y ganas de cambio, eran obligados tiránicamente por los ausentes a hacer malos hechos y a no rendir en clase.

—Pues —intervine— no veo a ninguno de esos que decís junto a mi hija en la mesa cuando se pone a estudiar, obligándola a no hacerlo.

Y nos fuimos.

Pienso que muchos padres de hoy en día pretendemos librarnos de nuestros traumas educativos y educacionales a través de nuestro hijos.

www.youtube.com/watch?v=50BbVQfg174


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