Soy un caos por dentro, lo admito. También el mundo es un caos aun peor. La diferencia es que yo a mi propio caos suelo comprenderlo, pero el mundo, el mundo me excede. No es un lío de mi propiedad.
Marianela reflexionaba sobre embrollos propios y ajenos en el colectivo camino a su trabajo. Eran epocas de soportar, de cambios abruptos, de pronósticos poco alenatadores. La congoja se refugiaba en ella hacía mucho tiempo. Había comprendido que todo en esta vida está desordenado, que vivimos en un desparramo de sentimientos, gente y experiencias que viven taladrandonos el alma cada béndito día.
En sus auriculares comenzó a sonar una canción. Esa canción. Por la ventanilla el sol nacía una vez más, el cielo ardía naranja. De la nada los ojos se le humedecieron y sintió su vida entera metiendosele en el pecho. Sonrió tenue. Todo calzaba justo. Todo armonizaba: la canción, la vista, sentir. Una paz algo intrusa le cerró los ojos. Entendió entonces que todo caos tiene su tregua, que de vez en cuando al mundo se le da por apiadarse y que en esos pocos segundos todo cobra sentido, todo vale la pena.