En la esquina de la avenida el mimo contemplaba nervioso el perpetuo paso de los autos; se concentraba en su acto y cuando la luz se tornaba ámbar, tomaba la vieja escalera, levantaba los pinos gastados y se acomodaba la nariz de goma roja en la cara. La luz se hacía roja y brincaba a la calle extendiendo los brazos en señal de saludo, abría la escalinata metálica y trepaba por los peldaños mientras los pinos giraban en el aire dibujando sueños. Todos sus sentidos se concentraban en el malabar y su mente se adelantaba fracciones de segundo Construyendo la siguiente suerte. Los sonidos se apagaban, la gente desaparecía y en su cabeza escuchaba aclamaciones de admiración y expresiones de sorpresa de los automovilistas que lo veían ejecutando con maestría ese fascinante arte que desafiaba la gravedad.
Abstraído y obsesionado con malabarear más objetos, el mimo siempre empujaba el acto un poco más, se esforzaba hasta que el sudor le salaba los ojos con tal de que la gente se quedara satisfecha con su actuación. Conforme la presentación avanzaba, los pinos en el aire lo hipnotizaban, lo hechizaban al trazar ochos en el cielo; nunca se percataba que las monedas de reconocimiento siempre se quedaban intactas cuando el verde alcanzaba al rojo y su público se escapaba a toda velocidad.