Aquel chico llevaba demasiado tiempo (según sus cuentas del deseo) intentando entrar sin conseguirlo… Se le oponían insistentes la cordura, el tiempo, la suerte, la conciencia y la moralidad de la joven, que unidos formaban una barrera infranqueable para su única voluntad: penetrar.
Había llamado a su puerta en incontables ocasiones, tantas como argumentos había esgrimido la Deseada para no permitirle el acceso: me encuentro enferma, voy a salir, no hay nadie en casa, estoy ocupada, vuelva usted mañana, soy casada…
A pesar de lo fallido de sus intentos, el instinto del hombre continuaba golpeando -con la perseverancia del loco- el portal de la que consideraba su mujer. Ni lo había sido, ni lo era, ni lo sería jamás -según ella le había hecho saber-, pero eso para él carecía de la más mínima importancia. La quería mucho… o simplemente la deseaba con desesperación, que a la hora de la fiebre los términos se superponían…
Pero, como decía, aquel chico llevaba demasiado tiempo anhelando entrar… tenía ya los nudillos pelados, el impulso desconcertado y el corazón hecho sangre, y un buen día en el que alguien pudo invitarle a un café bien cargado de esperanza, dejó de intentarlo y se volvió Silencio. Sus oponentes habían ganado la batalla, y ella tenía razón: el deseo no siempre es suficiente, por fuerte que grite dentro del pecho.
Esto lo debió imaginar la joven durante las quince noches siguientes en que no logró dormir pensando obsesivamente en él, y en por qué demonios tuvo que coincidir aquel buen día, con el momento en que -por fin- se atrevió a dejar la puerta entreabierta…