“Necesito verte. Tengo que hablar contigo. Reúnete conmigo en nuestro parque, mañana a las 20:00H. Es muy importante”
De inmediato reconoció la letra. Era de él. ¿Quién le había dado el derecho de volver a su vida cuando todo estaba ya en el cajón del olvido? –Necesito, tengo… pero ¿qué te has creído? no voy a salir corriendo cuando tú me llames –Cabreada arrugó la carta y el sobre arrojándolos directamente al cubo de la basura–. No he visto nunca semejante desfachatez. Ni siquiera has nombrado a tu hija. ¡Imbécil! –Cuanto más pensaba en la carta, más aumentaba su enfado. Tenía muy claro que esa reunión no iba a producirse nunca.
Decidió que, por ese día, ya había tenido suficiente ración de indignación. Ahora era el momento de Salomé. De dedicarse por entero a ella, lo demás carecía de la menor importancia. En ese instante, su móvil sonó. En la pantalla apareció un mensaje. Al abrirlo su corazón, henchido de amor, rezumaba felicidad. Dos únicas palabras consiguieron despejar las brumas que, esa tarde, había provocado la nota recibida: “Te quiero”. El remitente: la persona con la que había dejado atrás las sombras que la envolvieron durante demasiado tiempo en el pasado. Cambió su vida cuando conoció y permitió a Marcos formar parte de ella y cada noche daba gracias al cielo por tener a su lado a una persona tan maravillosa. La respuesta la tenía muy clara: “T’estimo”. A pesar del millar de kilómetros que los separaba, encontraron una forma de sentirse cerca. Cada noche, un mensaje al móvil les enviaba el recordatorio de todo el amor que se tenían. Y, después de leerlo, lanzarían una sonrisa a la luna. Ambos estaban muy unidos aún estando tan distantes. Habían pasado ya tres años desde que Marcos y Camila se reencontrarán tras la inauguración del congreso de medicina en Barcelona. Tres años en los que ella arrancó miedos, desterró pesadillas y arrebató la felicidad a un obcecado destino empeñado en no otorgársela. Se sentía fuerte y segura de sí misma. Ya nada volvería a sumergirla en las turbias aguas del dolor. En unos de sus muchos viajes en los que Marcos se desplazaba a Almería para estar con ellas, ocurrió lo inevitable. Deseaba tanto compartir su vida con sus sureñas que no dudó en hacérselo saber. El sol y el mar fueron testigos. El verano casi llegaba a su fin y en la orilla de una de las playas más bonitas que existen sucedió. Camila abrazaba a Salomé mientras se refrescaba los pies con el vaivén de las olas. No lo dudó y sintió que ese sería el lugar, el momento.Lentamente, se levantó de la toalla y con una mano en uno de los bolsillos de su bañador, se acercó hacia ellas. –Camila. –dijo cogiéndole una de sus manos. –Dime –se giró con una sonrisa dibujada en sus labios. –Quiero decirte algo. –sus voz comenzó a temblar–. Llevamos tres años en los que todo lo que he vivido contigo ha sido maravilloso. –sus ojos, clavados en los de ella, empezaban a humedecerse–. He estado viajado mucho para poder estar con vosotras. –Ella asentía a sus palabras sin entender el motivo de ellas. –No puedo seguir así, esto tiene que cambiar. – ¿Qué estás diciendo? –Preguntó ella– no entiendo que quieres decirme. – Quiero preguntarte algo… pero temo tu respuesta. – las palabras salían atropelladamente por sus labios. Aún mantenía la mano de ella cogida. –Me estas asustando, Marcos. ¿Qué es lo que pasa? –preguntó nerviosa. –No pasa nada… no temas bonita. – Contestó agachando la cabeza e hincó la rodilla en la arena a la vez que con la otra mano sacaba una pequeña cajita del bolsillo. – ¿Quieres casarte conmigo? – le preguntó mientras la abría para mostrarle un precioso anillo de oro blanco con un pequeño diamante tallado engarzado. Con sus ojos anegados en lágrimas por la emoción y superada la sorpresa inicial, su respuesta no se hizo esperar. –Sí. Por supuesto que quiero. –respondió al ritmo trepidante de los latidos su corazón Su rotundo si, culminó en un abrazo de tres. Salomé no sabía que pasaba, pero desató una carcajada tan sonora que contagió a los demás y con sus pequeños brazos los aferró con fuerza.
El viento mecía las ramas de los árboles haciendo que las pocas hojas que quedaban se agitaran como el agua del mar en fuerte oleaje. Denotaba la llegada del otoño. El suelo estaba cubierto de hojas secas y flores marchitas que siguiendo el proceso natural de la vida ponía final al verano. El sol caía más temprano y sus débiles rayos aún conseguían atravesar las ramas de los árboles para llegar hasta el suelo. Todo se volvía melancólico, tenue. Pero sus sentimientos eran tan intensos que golpeaban su pecho con fuerza. Rodeado de árboles y sentando en uno de los bancos más escondidos del parque, el olor de algunas de las flores nocturnas, llegaba hasta sus sentidos. La espera, casi eterna, no cumplía con los propósitos de él. Cada sombra que veía, el sonido de unos pasos, una voz en la lejanía, lo ponía en alerta esperando que fuera ella. Aquel recinto era punto de encuentro de numerosas parejas que, en el silencio de la tarde y alejadas de la turbulencia de lo urbano, se reunían allí a falta de un lecho más privado. Con el inexorable correr de los minutos perdía la ocasión de reencontrarse con ella. No volvería a tenerla frente a frente como antaño, no olería el perfume que su piel desprendía en cada movimiento. Desde que aquel fatídico día le dijo que se marchara de casa, se arrepintió sin remisión, y se maldijo por ello. No sólo había estropeado una relación, si no que había empañado el recuerdo que su hija tendría de él. No se perdonaría jamás que ella no estuviera a su lado. Era, sin duda, el amor de su vida y, como tal, quería tenerlo cerca. Sentir que era suyo nuevamente. Había pasado una hora. Ya no se alojaban en él las dudas de si vendría o no. Lo tenía muy claro. Camila no se reuniría con él. La desesperación por verla se iba transformando, poco a poco, en ira albergando sentimientos destructivos que enturbiaban los que le habían llevado hasta aquel parque. Caminaba despacio dejando atrás el rincón donde tantas tardes habían conversado, habían hecho planes y todo quedaría en el olvido. Mientras se alejaba echó, una última vez, la vista atrás. Una pequeña esperanza aún anidaba en su interior, sólo el vacío llegó hasta él. Ella no se había retrasado, simplemente no acudió.
A través de la pared de cristal de la oficina, el sol entraba calentando aún con fuerza a pesar del declive del verano. Camila trabajaba incesante para intentar acabar pronto y poder salir a su hora por una vez. Esa tarde había quedado con su amiga Jade para tomar un café y hablar como siempre habían hecho, compartiendo confidencias. Se conocieron en el instituto y desde entonces conservaron su amistad por encima de todo. Nunca hubo distancias, trabajo, novio o cualquier otro obstáculo que impidiera que se vieran o hablaran cuando alguna de las dos lo necesitara o lo hicieran por el placer de reunirse. De repente, un escalofrío recorrió su cuerpo. Sintió una mirada clavada en la nuca. Bruscamente se giró, como si una voluntad ajena a ella la obligara a hacerlo. Detrás del cristal, una persona oculta debajo de una gorra negra encajada hasta los ojos y ropas de color oscuro con algunos dibujos amorfos blancos, la contemplaba por unos segundos más. Fugazmente desapareció entre la muchedumbre que deambulaba por la calle. No quiso darle mayor importancia.
Las risas y la complicidad de las dos amigas era la nota predominante de la tarde. Callejeaban juntas despertando la admiración de los hombres que pasaban a su lado. Jade paseaba orgullosa su media melena lisa castaña. Ojos azules almendrados con larguísimas pestañas en abanico difíciles de olvidar. Sus labios, bien dibujados, eran finos, aunque no carentes de sensualidad. Apenas unos centímetros la separaban de la altura de su amiga pero sabía suplirlo perfectamente con largos tacones de aguja. Entre las numerosas calles peatonales del centro, diversas tiendas de ropa, calzado, complementos, cafeterías conformaban el extenso muestrario que la capital ofrecía. En uno de los grandes escaparates se exhibían hermosos vestidos de novia. Camila se detuvo ahí, observaba con detalle cada uno de ellos; bonitos drapeados, magníficos encajes, escotes sugerentes. – ¿Recuerdas cuando éramos unas chiquillas y fantaseábamos con que algún día luciríamos uno de estos? –comentó Jade mientras señalaba el escaparate. – Dios mío Camila, ha llegado tu momento, ahora te toca a ti disfrutar de ello. – Soy tan feliz, Jade –respondió sin dejar de mirar cada uno de los vestidos allí expuestos, apretando el brazo de su amiga.–Estoy ansiosa de que llegue el día. –Continuó– Qué ganas tengo de verte ante el altar.–Será una ceremonia civil, nada de altares ¡por favor! –Camila no era lo que se dice una católica practicante– ya sabes que la religión y yo no somos muy buenas amigas. – Rieron las dos al unísono. –Pero seguro que será algo maravilloso. –dijo Jade sin dejar de contemplar los escaparates mientras agarraba el brazo de su amiga como en los viejos tiempos. –¡¡¡Ahhhh!!! –gritó Camila. Un extraño chocó contra su hombro. Si no hubiera estado acompañada hubiera ido directamente al suelo. Ambas se agarraron fuerte para no caer. –Perdón. –Un joven era el causante del percance producido. No se detuvo, siguió su camino. Tan sólo giró su cabeza hacia la izquierda para disculparse, mostrando su perfil. –Claro, como si esto se arreglara con un lo siento desde la distancia. ¡Qué poca educación muestran algunos! –replicó Camila enojada. Observó al individuo que se alejaba. No era conocido, pero un detalle la alertó. La misma gorra e indumentaria que vestía la persona que, esa misma tarde, la miraba desde la calle en la oficina.
Continua en: "Envuelta en el otoño (II )"