— Vaya, no es como yo lo imaginé.
— ¿Y para qué leches te lo imaginas?
— No sé. Por curiosidad. Siempre te haces una idea de qué pasará.
— Yo no.
— Sí, incluso tú.
— No.
— Lo que tú digas. Pero en los momentos en los que no entra en juego tu voluntad, como por ejemplo durmiendo, soñarás con lo que te gustaría ser como todos los demás.
— Sí, alguna vez me ha pasado.
— Por eso digo que es raro. Necesitamos imaginar las cosas. Y casi nunca suelen ser lo esperado. Las expectativas deberían estar siempre de rebajas.
— Eso en el caso de que imagines a la alta. Si imaginas un techo acostumbrado a defraudar, es difícil que las cosas salgan peor de lo esperado.
— ¿Y qué ganas con eso? Quiero decir... Si siempre vamos a ponernos en lo peor, al final acabaremos por vivir amedrentados. E incluso a veces, albergando la posibilidad de que todo pueda salir mal, provocamos que acabe sucediendo.
— ¿Entonces prefieres sustentar fantasías utópicas?
— ¿Por qué no? Ya que es imposible no imaginar, prefiero hacerlo para bien.
— Pero hay que tener cuidado. Ya sé que siempre se dice aquello del equilibrio, pero es verdad.
— El equilibrio es imposible. Nadie equilibra, nadie está equilibrado. Nadie piensa bien y mal a la vez. Digamos que el optimismo ayuda a saltar y el pesimismo construye una red por lo que pueda ocurrir.
— Eso es el equilibrio.
— No, no lo es. Es un tira y afloja. Hay desniveles. No es una línea recta equilibrada.
— Entonces, ¿quedamos en que es mejor ponerse siempre en lo mejor?
— ¿Qué solución nos queda? Al final luego nada es como lo imaginamos. Pero siempre necesitamos una sinopsis. Un adelanto.
— Pura necesidad, entonces. Curiosidad humana.
— Exacto.
— Pues vaya mierda.
— Así es. De eso va todo esto.
Imagen: Mat Ricardo