No bastaba con que su espejo le viera sonreír. Todo el mundo debería saber que era feliz, asquerosamente feliz. Asomarse al balcón no era buena idea. ¿Cuántas personas pasarían por allí? No más de cien en dos horas. Mandar un correo a sus contactos para que estos lo enviaran a los suyos y los suyos a otros, y así ad nauseam tampoco. Que alguien lea que eres feliz no significa que sepa que eres feliz.
Pensó y repensó. Que si salir a la calle y sonreír a todo el que pasara a su lado. Sería algo efímero y no todos quieren ver una sonrisa cuando llegan tarde a la cola del paro: no. Que si imprimir, a tamaño gigantesco, una foto suya carcajeándose y ponerla en las principales fachadas de Nueva York, Madrid o Tokio. No; una foto es un instante con pasado, no un momento tras otro de completa felicidad y futuro.
Pasaron los días y sus investigaciones. Escribía teorías, debatía consigo mismo. No comía, no cenaba, sólo tomaba café, café, café. Llegó a pensar que la bombilla del flexo era la luna y el ventilador, la brisa de poniente. Y siguió buscando la forma perfecta de que todo el mundo supiera lo feliz que era.
Pero una semana después, cuando se vio en el espejo con barba, despeinado y con los ojos hinchados, lo supo: ya no era feliz. Y no quería que nadie viera su tristeza, salvo sus canciones, su luna y su Chivas a medio acabar.
Autor: Carlos Díaz González
Narración: La Voz Silenciosa