Era una adolescente muy fea, pero quería mirar su graduación aunque fuera desde la distancia. Mi cara se disolvía anónima entre la multitud, él estaba en primera fila, pulcro y sonriente como siempre, de repente un gesto, un saludo. ¿Porqué habría de mirar a alguien como yo?
Se fué del pueblo. Yo admiraba su inteligencia y dedicación, su pasión inagotable y la perfección con la que hacía las cosas que amaba. No sé describir el sentimiento de las semanas posteriores a ello, me había maravillado que existiera una criatura de tanta belleza, sentía su ausencia como un agujero dentro del pecho.
Todo comenzó así, como una especie de macilla para reparar las heridas del amor. Pasaba horas y días completos solo dibujando cosas aparentemente intrascendentes como ranas, pájaros y niños en el mercado. Algo dentro de mi hizo un chispazo. Era quizá su pasión que se me había contagiado o algo propio que permanecía dormido. Mi papá dice que ha sido una época de mis peores dibujos, es difícil explicar que no es importante lo que haya detrás de una puerta que acaba de abrirse, sino que esa puerta quizá lleva a otra puerta y otra puerta que te translada a infinitas habitaciones y las habitaciones se convierten en un viaje y ese viaje te convierte en otra persona. Queda sólo un dibujo de ese mes en el comedor de la casa de mis papás. Dice él que me lo cambia por una de las acuarelas nuevas, que es un dibujo muy feo pero cada vez que paso por ese rincón oculto del comedor no puedo evitar tener una sonrisa y recordar la quemadura de ese relámpago que no se desvanece, esa pasión que el tiempo no desdibuja.