LA finca Casablanquilla se encontraba en la antigua carretera hacia Brenes, en la A-111. Habité allí algunos años. Fue un tiempo de animales, naturaleza y amor. Olía todo, las naranjas, los melocotones, la tierra seca y húmeda. Andaba por el campo con la única compañía de Góngora y Quevedo, después llegó Cervantes. Una pareja de Gran Danés me seguía a todas partes, hacían de compañía.
A los lomos de un viejo caballo marrón, que dio nombre a los cuadernos, diariamente iba por leche a una granja cercana con un recipiente metálico. El mamífero pisaba los terrones con paciencia y lamentos.
En el campo perdí el miedo a las bestias, me ayudaron las Soledades y los Sueños y discursos. Hablaba con los pájaros y, a las cigüeñas, les dejaba comida junto al pozo de las culebras.
Hoy me habla Colinas del renacimiento del ser humano, del nuevo nacimiento de la persona. Y recuerdo la bella finca de mi infancia.
Un microbús me llevaba al colegio en Brenes. El centro se llamaba 25 años de paz. Don Silverio repartía hostias por doquier, a contratiempo.
Nunca deseaba entrar en casa, mis padres gritaban, mis hermanos lloraban, los perros ladraban de fondo. Gasté el lomo de los libros del sudor de mis manos aunque seguía la palabra, la auténtica palabra.
Me enamoré de una mujer muy bella y delgada que vivía en Tocina. Se llamaba Loreto. Ella me quería. Eran otros tiempos.