ERÓSTRATOJean Paul Sartre
«Señor:Usted es célebre y de sus obras se imprimen treinta mil ejemplares. Voy a decirle por qué: porque ama a los hombres. Tiene usted el humanitarismo en la sangre; es una suerte. Usted se alegra cuando está acompañado; en cuanto ve a uno de sus semejantes, aun sin conocerlo, siente simpatía por él. Le agrada su cuerpo por la manera en que está articulado, por sus piernas que se abren y se cierran a voluntad, por sus manos sobre todo; lo que más le agrada es que tengan cinco dedos. Se deleita cuando el vecino toma una taza de la mesa, porque tiene una manera de tomarla que es exclusivamente humana -y que a menudo ha descrito usted en sus obras-, menos delicada, menos rápida que la del mono, pero mucho más inteligente, ¿no es así? Le gusta también la carne del hombre, su modo de andar de herido grave que se reeduca, su aspecto de volver a inventar la marcha a cada paso, y su famosa mirada que las fieras no pueden soportar. A usted le es fácil, pues, encontrar el acento que conviene para hablar al hombre de sí mismo, un acento púdico pero entusiasta. La gente se arroja sobre sus libros con glotonería, los leen en un buen sillón, piensan en el gran amor desdichado y discreto que usted les consagra y eso les consuela de muchas cosas: de ser feos, de ser cobardes, de ser cornudos, de no haber recibido aumento el primero de enero. Y se dicen espontáneamente de su última novela: es una buena acción.Supongo que tendrá usted curiosidad por saber cómo puede ser un hombre que no quiere a los hombres. Pues bien, soy yo, los quiero tan poco que de inmediato voy a matar una media docena de ellos; quizá se pregunte: ¿por qué sólo media docena? Porque mi revólver no tiene más que seis balas. Es una monstruosidad, ¿no es así? Y además un acto correctamente impolítico. Pero le repito que no puedo quererlos. Comprendo muy bien su manera de sentir. Pero lo que a usted le atrae a mi me disgusta. Como usted he visto a los hombres masticar con cuidado, conservando los ojos atentos y hojeando con la mano izquierda una revista barata. ¿Es culpa mía si prefiero asistir a la comida de las focas? El hombre no puede hacer nada con su cara sin que ello se convierta en una escena de fisonomía. Cuando mastica, conservando la boca cerrada, los ángulos de su boca, suben y bajan y parecen pasar sin descanso de la serenidad a la sorpresa llorosa. A usted eso le agrada, lo sé; es lo que llama la vigilancia del espíritu. Pero a mí me da náuseas; no sé por qué: así he nacido.Si no hubiera entre nosotros más que una diferencia de gustos, no le importunaría. Pero todo esto ocurre como si usted estuviera en gracia y yo no. Soy libre de que me guste o no la langosta a la americana, pero si no me gustan los hombres, soy un miserable y no puedo encontrar mi sitio en el mundo. Ellos han acaparado el sentido de la vida. Espero que comprenda lo que quiero decir. Hace treinta y tres años que tropiezo contra puertas cerradas sobre las cuales han escrito: Nadie entre aquí si no es humanitario. He debido abandonar todo lo que he emprendido; era necesario elegir: o bien era una tentativa absurda y condenada, o bien tarde o temprano se volvía en provecho de ellos. No llegaba a separar de mí, a formular, los pensamientos que no le destinaba expresamente; permanecían en mí como ligeros movimientos orgánicos. Sentía que eran suyos los mismos útiles de que me servía, las palabras, por ejemplo: hubiera querido palabras mías. Pero aquellas de las que dispongo se han arrastrado en no sé cuántas conciencias; se arreglan solas en mi cabeza en virtud de la costumbre que han tomado en otras y con repugnancia las utilizo para escribirle. Pero es la última vez. Ya se lo digo: hay que querer a los hombres, o de lo contrario apenas si le permiten a usted picotear.Voy a tomar ahora mismo mi revólver, bajaré a la calle y veré si se puede lograr algo contra ellos. Adiós, señor; tal vez será a usted a quien encuentre. Entonces no sabrá nunca con qué placer le hare saltar los sesos. Si no -y es el caso más probable- lea los diarios de mañana. En ellos verá que un individuo llamado Paul Hilbert mató, en una crisis de furor, a cinco transeúntes en el bulevar Edgard Quinet. Usted sabe mejor que nadie lo que vale la prosa de los grandes diarios. Comprenda, pues, que no estoy furioso; por el contrario, estoy muy tranquilo y le ruego que acepte, señor, mi consideración más distinguida.
Paul Hilbert».
Coloqué las ciento dos cartas en ciento dos sobres y escribí sobre ellos las direcciones de ciento dos escritores franceses; luego puse todo en un cajón de mi escritorio con seis libretas de sellos de correo.Durante los quince días que siguieron salí muy poco. Me dejaba invadir lentamente por mi crimen. En el espejo, donde a veces iba a mirarme, comprobaba con placer los cambios de mi rostro. Los ojos se habían agrandado, se comían toda la cara. Estaban negros y tiernos tras de los espejuelos, y yo los hacía girar como planetas. Bellos ojos de artista y de asesino. Pero esperaba cambiar mucho más profundamente todavía después de la matanza. Vi las fotos de esas dos lindas muchachas sirvientas que mataron y robaron a sus patronas. Vi las fotos del antes y después. Antes sus rostros se balanceaban como discretas flores encima de sus cuellos de tallo. Respiraban limpieza y apetecible honestidad. Una discreta tijera había ondulado del mismo modo sus cabellos. Y más tranquilizadora todavía que sus cabellos rizados, que sus cuellos y que su aire de estar de visita en casa del fotógrafo, era su semejanza de hermanas, semejanza tan evidente que ponía de inmediato de manifiesto los lazos de sangre y las raíces naturales del grupo familiar. En el después, sus caras resplandecían como incendios. Llevaban el cuello desnudo de las futuras decapitadas. Arrugas por todas partes, horribles arrugas de miedo y de odio, pliegues, agujeros en la carne como si un animal con garras hubiera arañado en redondo sobre sus caras. Y esos ojos, siempre esos grandes ojos negros y sin fondo -como los míos. Ya no se parecían. Cada una llevaba a su manera el recuerdo de su crimen común. «Si basta, me decía, un delito en el que el azar tuvo la mayor parte para transformar así esas cabezas de orfelinato, ¡qué no puedo esperar de un crimen enteramente concebido y realizado por mí!». Se apoderaría de mí, trastornaría mi fealdad demasiado humana...; un crimen, eso corta en dos la vida del que lo comete. Ha de haber momentos en que no desearía volver atrás, pero está allí, detrás de uno, obstruyendo el túnel, ese mineral chispeante. No pedía más que una hora para gozar del mío, para sentir su puño aplastante. ¡Por esa hora, sacrificaría todo! Decidí ejecutarlo en la calle Odesa. Aprovecharía el enloquecimiento para huir, dejándolos recoger sus muertos. Correría, atravesaría rápidamente el bulevar Edgar Quinet y volvería rápidamente a la calle Delambre. No necesitaría más de treinta segundos para llegar a la puerta de la casa donde vivo. En ese momento mis perseguidores estarían todavía en el bulevar Edgard Quinet, perderían mi rastro y necesitarían seguramente más de una hora para volverlo a encontrar. Los esperaría en mi casa y cuando los sintiera golpear la puerta, volvería a cargar mi revólver y me dispararía en la boca.Yo vivía más cómodamente; me había entendido con un fondero de la calle Vavin que me hacía llevar a la mañana y a la noche buenos platitos. El dependiente llamaba, yo no abría, esperaba algunos minutos, luego entreabría la puerta y veía en un gran cesto colocado sobre el suelo algunos platos llenos que humeaban.El 27 de octubre a las seis de la tarde me quedaban diecisiete francos con cincuenta centavos. Tomé mi revólver y el paquete de cartas, baje. Tuve el cuidado de no cerrar la puerta para poder entrar más rápidamente, después de dar el golpe. No me sentía bien; tenía las manos frías y la sangre amontonada en la cabeza, los ojos me cosquilleaban. Miraba la tienda, el hotel de las Escuelas, la papelería donde compré los lápices y no reconocía nada. Me decía: «¿Cuál es esta calle?». El bulevar Montparnasse estaba lleno de gente. Tropezaban conmigo, me empujaban, me golpeaban con los codos o los hombros. Yo me dejaba sacudir; me faltaban las fuerzas para deslizarme entre ellos. Me vi de pronto en el corazón de esa multitud horriblemente solo y pequeño. ¡Cuánto mal podrían hacerme si quisieran! Tuve miedo por el arma que llevaba en el bolsillo. Me parecía que debían adivinar que estaba allí. Me mirarían con ojos duros y me dirían: ¡Eh! Pero... pero... con alegre indignación, clavándome sus patas de hombres. ¡Linchado! Me arrojarían por encima de sus cabezas y volvería a caer en sus brazos como una marioneta. Juzgué más discreto dejar para el día siguiente la ejecución de mi proyecto. Fui a comer a la Coupole por seis francos sesenta. Me quedaban setenta céntimos que tiré a la calle.Me quedé tres días en mi habitación sin comer, sin dormir. Había cerrado las persianas y no me atrevía ni a aproximarme a la ventana ni a encender la luz. El lunes alguien llamó a la puerta. Retuve la respiración y esperé. Al cabo de un minuto llamaron de nuevo. Fui de puntitas a mirar por el ojo de la cerradura. No vi más que un pedazo de tela negra y un botón. El individuo llamó otra vez, luego bajó; no supe quién era. Por la noche tuve visiones. Frescas palmeras, agua que corría, un cielo violeta por encima de una cúpula. No tenía sed porque de vez en cuando iba a beber en el grifo de la cocina. Pero tenía hambre. Volví también a ver a la ramera morena. Era en un castillo que yo había hecho construir sobre las «Causses noires» a veinte leguas de toda población. Estaba desnuda y sola conmigo. Le había obligado a ponerse de rodillas amenazándola con mi revólver y a correr en cuatro patas; la había atado luego a un pilar y después de explicarle largamente lo que iba a hacer, la había acribillado a balazos. Estas imágenes me turbaron en tal forma que debí satisfacerme. Después permanecí inmóvil en la oscuridad, con la cabeza absolutamente en blanco. Los muebles crujían. Eran las cinco de la mañana. Hubiera dado cualquier cosa por salir de mi pieza, pero no podía bajar debido a la gente que caminaba por las calles.Llegó el día. No sentía ya hambre, pero me había puesto a sudar: empapé mi camisa. Fuera, había sol. Entonces pensé: «En una habitación cerrada, en la oscuridad. El está agazapado. Hace tres días que él no come ni duerme. Han llamado y él no ha abierto. En seguida él va a descender a la calle y él matará». Me daba miedo. A las seis de la tarde me volvió el hambre. Estaba loco de cólera. Tropecé un momento con los muebles, después encendí la luz en las habitaciones, en la cocina, en el baño. Me puse a cantar materialmente a gritos, me lavé las manos y salí. Necesité dos largos minutos para poner todas mis cartas en el buzón. Las echaba por paquetes de a diez. Tuve que arrugar algunos sobres. Luego seguí por el Boulevard Montparnasse hasta la calle Odesa. Me detuve ante el escaparate de una camisería, y cuando vi mi cara pensé: «Sucederá esta tarde».Me aposté en la parte alta de la calle Odesa, no lejos de una toma de gas y esperé. Pasaron dos mujeres. Iban del brazo; la rubia decía:- Habían puesto tapices en todas las ventanas y eran los nobles del país los que representaban.- ¿Están tronados? -preguntó la otra.- No es necesario estar tronado para aceptar un trabajo que da cinco luises por día.- ¡Cinco luises! -dijo la morena, deslumbrada.Agregó al pasar a mi lado:- Y además me imagino que debía divertirles ponerse los trajes de sus antepasados.Se alejaron. Tenía frío, pero sudaba abundantemente. Al cabo de un momento vi llegar a tres hombres; los dejé pasar: necesitaba seis. El de la izquierda me miró e hizo chasquear la lengua. Desvié la mirada. A las siete y cinco dos grupos que se seguían de cerca, desembocaron del bulevar Edgard Quinet. Eran un hombre y una mujer con dos niños. Detrás de ellos venían tres viejas. La mujer parecía colérica y sacudía al niñito por el brazo. El hombre dijo con voz monótona:- Es latoso, también, este mocoso.El corazón me latía tan fuerte que me hacía daño en los brazos. Avancé y me mantuve inmóvil, ante ellos. Mis dedos, en el bolsillo, estaban húmedos alrededor del gatillo.- ¡Perdón! -dijo el hombre al empujarme.Me acordé que había cerrado la puerta de mi departamento y eso me contrarió; perdería un tiempo precioso al abrirla. La gente se alejó. Me volví y los seguí maquinalmente. Pero ya no tenía ganas de dispararles. Se perdieron entre la multitud del bulevar. Me apoyé contra la pared. Escuche dar las ocho y las nueve. Me repetía: «¿Por qué es necesario matar a toda esta gente que ya está muerta? Y tenía ganas de reír. Un perro vino a olfatearme los pies.Cuando el hombre gordo me pasó, me sobresalté y le seguí los pasos. Veía el pliegue de su nuca roja entre su sombrero hongo y el cuello de su sobretodo. Se cantoneaba un poco y respiraba con fuerza, parecía un palurdo. Saqué mi revólver; estaba brillante y frío, y me asqueaba; no me acordaba bien lo que tenía que hacer. Tan pronto lo miraba, tan pronto miraba la nuca del tipo. El pliegue de la nuca me sonreía como una boca sonriente y amarga. Me pregunté si no iría a arrojar mi revólver a una alcantarilla.De pronto el individuo se paró y me miró con aire irritado. Di un paso atrás.- Es para... preguntarle…Parecía no escuchar, miraba mis manos. Acabé trabajosamente:- ¿Puede decirme dónde está la calle de Gaité?Su cara era gorda y sus labios temblaban. No dijo nada, estiró la mano. Retrocedí más y le dije:- Querría…En ese momento supe que iba a ponerme a aullar. No quería; le solté tres balazos en el vientre. Cayó con aire de idiota sobre las rodillas y su cabeza rodó sobre el hombro izquierdo.- ¡Cochino! -le dije-, ¡maldito cochino!Huí, le oí toser. Oí también gritos y una carrera a mi espalda. Alguien preguntó: «¿Qué ocurre? ¿Hay una pelea?». Luego de pronto gritaron: «¡Al asesino! ¡Al asesino!». No pensé que esos gritos me concernían, pero me parecieron siniestros como la sirena de los bomberos cuando era niño. Corrí como alma que se lleva el diablo. Sólo que cometí un error imperdonable: en lugar de remontar la calle Odesa hacia el bulevar Edgar Quinet, la bajé hacia el bulevar Montparnasse. Cuando me di cuenta era demasiado tarde, estaba ya en medio de la multitud; caras asombradas se volvían hacia mí (me acuerdo de la cara de una mujer muy maquillada que llevaba un sombrero verde con una pluma). Y escuchaba a mis espaldas a los imbéciles de la calle Odesa gritar: «¡Al asesino!». Una mano se posó en mi espalda. Entonces perdí la cabeza: no quería morir linchado por una multitud. Disparé dos tiros de mi revólver. La multitud se puso a gritar prácticamente chillando, y me abrió paso. Entré corriendo en un café. La concurrencia se levantó a mi paso, pero no intentaron detenerme. Atravesé el café a todo lo largo y me encerré en el baño. Quedaba todavía una bala en mi revólver.Transcurrió un momento. Respiraba penosamente y jadeaba sin parar. Reinaba un extraordinario silencio, como si toda la gente se hubiese súbitamente callado. Levanté mi arma hasta los ojos y vi un agujerito negro y redondo. La bala saldría por allí, la pólvora me quemaría la cara. Dejé caer el brazo y esperé. Al cabo de un momento silenciosamente llegaron. Debían ser una turba a juzgar por el traqueteo de sus pisadas. Cuchichearon un poco, luego se callaron. Yo seguía jadeando, pensando que me escucharían jadear del otro lado de la pared. Alguien avanzó sigilosamente e intentó abrir la puerta. Debía de haberse colocado embarrado a la pared para evitar los disparos que pudiera hacerle. Tuve, pese a todo, deseos de disparar, pero la última bala debía de guardarla para mí.«¿Qué es lo que esperan? -me pregunté—. Si se arrojaran contra la puerta y la derribaban de inmediato, no tendría tiempo ni de matarme y de seguro me atraparían». Pero no se apresuraban, me dejaban todo el tiempo del mundo para dispararme y acabar con mi vida. ¡Los cochinos tenían miedo!Al cabo de un momento escuché una voz:- Vamos abra, no le haremos daño.Hubo un silencio y en seguida la misma voz:- Usted sabe bien que no puede escapar.No contesté, seguía jadeando. Para animarme a tirar me decía: «Si me detienen, van a golpearme, a romperme los dientes, tal vez incluso hasta me revienten un ojo». Hubiera querido saber si el tipo gordo había muerto. Quizá sólo lo había herido... y las otras dos balas tal vez no habían herido a nadie... Preparaban algo, ¿estarían por tirar algún pesado objeto contra la puerta? Me apresuré a meter el cañón de mi arma dentro de mi boca y lo mordí muy fuerte. Pero no podía tirar, ni siquiera poner el dedo sobre el gatillo. Todo había vuelto a caer en el silencio.
Entonces arrojé el revólver y les abrí la puerta.