Los que confiamos en que la apuesta no sube,
que se da en banca horizontal,
no nos elevamos
ni hasta la terraza a descolgar la ropa.
La dejamos secar
entorpecida entre broches
porque confiamos en que
va a encontrar su lugar
para humedecerse o brillar.
La escalera es escalera:
está inclinada sobre sí;
para subir hay que gastar fuerzas,
sostener el aire,
insistir,
a lo mucho pasar de a dos escalones y gritar hurra,
controlar el aire,
quemar intuición,
gastar energía y, finalmente,
llegar a una terraza vecina
iluminada con caireles berretísimos
y ver,
aislado y con displicencia,
un panorama
que ya se conocía estando en la popular,
pero esta vez desde la lejanía celestial
(el cielo queda lejos y es histérico, asumámoslo de una vez),
en donde sólo hay nubes grises
eructándote en la jeta.
Preferimos no gerenciar,
no nos gusta la vigilancia
y entendemos
que no queremos perdernos de nada
de todo eso que está al costado,
tal vez a millones de kilómetros,
pero kilómetros rasos por los que se puede ir,
despacio,
mirando el entorno,
recolectando alguna fruta:
mandarinas y saber.
No trocamos nuestra mejor edad
-o en definitiva la vida-
que nos tacha palitos en la oreja
por trepar sobre sacrificios
como figuritas repetidas:
no queremos
no
ser parte del álbum modelo 2000.
Comemos fideos
y les metemos puerro y crema
para darle un mejor sabor.