Es la guerra

Mil guerreros pisaron esta tierra reservada para el conflicto.
Tierra de nadie que, en algún instante, creyeron conquistar algunos. Fanatizados todos por el absolutismo déspota de las mentes inflexibles de cien paladines, que exaltaron a sus tribus persiguiendo una inmortalidad fugaz a su pesar. Las armas, fulgurantes y afiladas, los corazones ahítos de una viva alegría que en los momentos previos a la pugna final se bifurcó en espanto y coraje. Los combates descarnados entre los ejércitos antagonistas ensancharon hasta el infinito la extensión acotada para la degollina. De poco sirvieron las estrategias trazadas por generales y jefes ni las tácticas voceadas por los cabecillas sobre sus mesnadas. Cada uno enfrentó su fortaleza, su energía, su habilidad, su astucia o el instinto postrero de la supervivencia. La estela que el hado imprimió en los vencedores desgarró por siempre sus entrañas, los convirtió en entes resabiados, con la aprensión de que, en realidad, no tenían la certeza de haber ganado nada.
Al final, mil batallas borraron las fronteras y las hordas del día después enturbiaron su recuerdo.
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