Fue en los días de la ruptura con mi primera mujer, con la historia de la turca, el puñal y los dos coches de policía en la puerta de mi casa, cuando entendí que efectivamente es posible amar demasiado y que la situación es cuando menos peligrosa para el receptor de ese amor no solicitado.
Hace poco leí una biografía del poeta Allen Ginsberg que me corroboró en esta idea.
En enero de 1947 Ginsberg se encontró con Neal Cassady en casa de Vickie Russell, en Nueva York y al momento perdió el culo por él. Sí, literalmente lo perdió. Ginsberg era homosexual. Jack Kerouac que iba con Cassady ese día, describió la escena en “On the road” de la siguiente manera: “Dos mentes vivas que son, conectaron al momento. Dos ojos penetrantes vieron dos ojos penetrantes- el granuja santo con la mente brillante y el patético granuja poético con la mente oscura que es Carlo Marx [apodo de Ginsberg en la novela].” Cassady era omnívoro y voraz tanto en el terreno sexual como en el de la ingesta de sustancias exóticas.
Ginsberg que apenas había salido del armario y no había tenido hasta entonces una vida sexual especialmente remarcable quedó fascinado hasta el punto de hacerse molesto. Tanto más molesto cuanto que Cassady realmente no era homosexual. Simplemente tenía tanta energía sexual disponible que se lo hubiera podido montar con el taburete de la cocina a falta de otra cosa. De hecho cuando Ginsberg fue a visitarle ese julio a Denver, tuvo que aceptar compartirlo con LuAnne (su primera mujer) y Carolyn (la que luego sería su segunda mujer). En los ratos que le dejaban libre sus tres amantes, Cassady se dedicaba a follar con entusiasmo con chicas que pillaba aquí y allá. La historia se complicó todavía más cuando Carolyn se fue a San Francisco y le pidió que se reuniera con ella, Allen le propuso que se fueran juntos a Texas a visitar a William Burroughs y LuAnne le rogó que se quedara en Denver. Cassady podía tener una líbido desmedida, pero carecía del don de la ubicuidad.
A Cassady le ponían más las mujeres, pero Ginsberg tenía más labia. O tal vez fuera de esos pesados que te dan la brasa hasta que no puedes más. “Que sí, tío rollo, que sí, que esta noche vemos el documental sobre la vida de las abejas que echan en la 2 en lugar del Real Madrid-Barcelona.” El caso es que se fue con él a Texas y aquello terminó como terminó.
Los meses siguientes Ginsberg sufrió mucho, que es lo que suele ocurrir en estas situaciones. Por muy poeta que fuera escribió las mismas lamentaciones patéticas y antiliterarias que el 90% de los amantes obsesionados han escrito desde que el mundo es mundo. En contra de lo que la gente piensa, el desamor no da para hacer buena literatura más que lo que da un bocadillo de berberechos. Por cada Neruda doliente que ha escrito la genialidad de “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” ha habido cientos de amantes desesperados que, a la manera de Ginsberg en esos meses escribieron cosas como:
“Habiendo pasado un fin de semana salvaje de drama sexual con Cassady, me siento arrojado a la costa de mi desesperación de nuevo.” “Le he amado tanto como puedo, sin fin, salvo por la pérdida final de amor y sentimientos reales y ya no quiero más de él” [típico autoengaño del amante rechazado]. “La luna de miel sacramental se ha terminado. Tengo resistencia a darle la vuelta a mi cabeza y dirigirla hacia un arreglo práctico y no romántico a propósito de Cassady.”
Lo peor es cuando el amante insistente encima tiene imaginación. En cierta ocasión, Cassady y Ginsberg estaban viajando por Oklahoma. Llevaban un buen rato haciendo autostop sin que nadie les cogiera. Entonces Ginsberg tuvo la genial idea de que se arrodillaran e hicieran votos mutuos poseerse y aceptarse mutuamente el cuerpo y el alma y ayudarse a entrar en el cielo. “Vale”, debió de pensar Cassady, “lo que quieras con tal de que te calles.”
En justo castigo a su pesadez, Ginsberg se encontró jugando el papel de Cassady años después cando William Burroughs perdió la cabeza por él.
Burroughs no era el tipo de persona con la que te sentirías tranquilo sabiendo que te amaba apasionadamente. Un par de años antes había matado a su mujer mientras trataba de imitar a Guillermo Tell con una pistola y borracho como una cuba. Y ahora que estaba enamorado de Ginsberg hacía cosas tales como cortar metódicamente con un machete afilado una raíz alucinógena que se había traído de Perú, mientras le echaba miradas asesinas a Gregory Corso, no fuera a quitarle el novio. Gregory Corso optó por mudarse a otro apartamento.
Ginsberg llegó a escribirle a Cassady, que debió de reírse mucho viendo lo que estaba pasando, que se sentía metido en un “gran matrimonio psíquico con él”. Y es que hay momentos en que el amor obsesivo puede confundirse con la invasión de los ladrones de cuerpos.
Para terminar de intranquilizar a Ginsberg, Burroughs le explicaba que buscaba la unión telepática de las almas. Burroughs se inventó la palabra “schlupp” que expresaba el deseo de fundirse con el amado. Suena tierno, pero en boca de Burroughs debía de sonar amenazante. Y bien mirado, “schlupp” sería una onomatopeya perfecta para el sonido que hace el Conde Drácula cuando sorbe la sangre de sus víctimas.
Y ya para rematar, resultó que en la cama Burroughs se comportaba como una gobernanta inglesa que hubiera descubierto el sexo a los treinta y cinco años. Rezongaba y emitía risitas nerviosas, casi histéricas.
Cinco meses necesitó para deshacerse de él.
Los amores de Ginsberg con Cassady y con Burroughs pueden sonar agobiantes y excesivos, pero no son nada comparado con el que sentía Kerouac por su madre. Ése sí que me da escalofríos.