Revista Literatura
Escribir
Publicado el 27 mayo 2011 por Mqdlv
Hay cosas que suenan cliché, o mejor, que son cliché, pero que no por repetidas amansan el efecto. Cuando era chica, mi mamá me decía que no importaba en qué, pero que intentara ser la mejor en algo. Sabemos que hay un momento de la vida en que lo que dicen los padres suena a tedio. Solo porque son grandes y no entienden. Creemos que no saben, que siempre fueron grandes, que nuestro universo les es totalmente desconocido y allá su madurez. Está bien, está bien, ma, decís. A otra cosa. Pasó el tiempo que siempre son años, y conocí en un taller al escritor Esteban Schmidt, quien volvió con lo mismo: tenés que concentrarte en una cosa y desarrollarla. Y esta vez escuché. Lo cual, por supuesto, me complicó la vida. Siempre supuse que mi “cosa” era escribir. Al menos ahí está el único placer que se sostiene y me parece importante. Tengo que sentirme importante, y lo de escritora suena bien. ¿Quién no quiere conocer a un escritor? Se supone que los escritores dicen cosas interesantes, que ven la vida con una mirada trascendente; escupitajean (si acaso existiera la palabra) la realidad evidente para inspeccionar el moco. Y sigue sonando bien. Y en definitiva, lo que queremos es que nos quieran. Es nuestra ley. Están los mejores sobrevivientes; se apuntan buenos lápices de victoria los más sufridos, las mejores víctimas de dramas novelescos y los bondadosos de la especie, infiltrados del cielo, cumplen la proeza sin enfrentarse a contestatarios. Y los demás, los que ni padecimos desmanes ni cobijamos perros o adultos rezagados por el sistema, ¿qué hacemos? Algunos tocan la guitarra, otros tal vez practican yoga, y están esos que se convierten en directivos para alcanzar el fin por vía de poder. Una vez me dijeron algo así como que el chacra del dinero es el mismo que el del afecto. Puede ser que haya entendido mal y que no sea precisamente así. Pero por lo pronto me funciona. Un día me deprimí. Espié el sótano y como si se tratara de una aventura y fuera yo la protagonista de una película de terror, bajé al cuarto en el que –estaba claro, la música lo anunciaba- pasaban cosas malas. Muy malas. ¡Tan malas! Pero había que ir. Estar, retorcerse, masticar mierda, oler a mierda, hacer llorar a los demás (sobre todo fue un gesto importante el de mi hermana abogada rogándome que reaccionara). ¡Ay, también así se consigue! A los que dijeron que el dolor era una elección los aparté de mi vida. ¿Qué saben estos presos del deber ser acerca de lo inevitable? Quedaron los que me ayudaron, los mismos que hoy me piden socorro y me conducen a un extraño terreno de gurú para que repita esas frases que escuché entonces y que, bien sé, no alivian un carajo, con este mismo preámbulo, con el solo atino de dar ánimo, y fe como escribana del dolor, que sabe que por la ventana entra un jardín y que, detrás, el patio sucio siempre está. Que ahí se lava la ropa. Pero que se vuelve a tomar sol. Que se sigue, a hurtadillas. Que se sigue a consciencia. Soy ahora más grande, habito los ácidos espacios del mundo adulto, y entonces descubrí –decía- que mi mamá no era tan ciega: pensaba como Schmidt y eso merece mi respeto snob. Bueno, no importa lo de snob, tiene mi respeto. Y algo más: en eso del sacrificio también tenía razón, ese concepto para mí tan vapuleado, vilipendiado y todas esas palabras divinas que usan los periodistas a sueldo para escribir los epitafios de la farándula. El sacrificio es necesario para que nos quieran, señores, señoras. Qué espectacular. No nos olvidemos que estamos trabajando para la posteridad. Y si parece que me fui de tema, no se crean. Recuerden que soy escritora. Solo mareo para insistir. Sigo hablando de que hay que hacer algo y esto ya lo dije cientos de veces: si no, ¿qué? Si no nos inventamos el pretexto no.pa.sa.na.ran.ja. Y eso es grave. ¿Y saben por qué? Porque podés volverte corrosivo y nadie quiere a los corrosivos. Entonces Schmidt y mi mamá tenían razón. También hay que hacer el esfuerzo -siempre y cuando nos refreguemos con goce en este ceder-: ahora rechazo salidas sin parar, enciendo velas sobre la mesa de la cocina, acaricio a mi gata, cierro internet para no distraerme, uso anteojos para descansar la vista, intento leer dos libros por mes y, si me lo pedís, te escribo una carta a domicilio. El cliché me funciona perfecto y a los que respetan mi ¿vocación?, mi elección: gracias, gracias por quererme.