Tal vez todo cuanto leemos no alcance las cotas de satisfacción que debiera o que esperamos. Tal vez cuando escribimos no estemos más que corrigiendo los defectos de lo que cae ante nuestros ojos, de nuestra realidad o simplemente nos veamos atrapados en el remolino del impulso creativo sin más. O tal vez no elegimos bien. Tal vez. Tal vez nos cuesta discernir entre escritura y literatura más de lo que pensamos; eso explicaría la cantidad de porquería que se publica, se vende y se lee hoy en día y algunas cosas raras o disfunciones sociales más también se explicarían, pero por otra parte siempre nos queda la teoría más coprófaga y masoquista; esa que dice que nos gusta la mierda y que nos den… todo es posible. El caso es que ahí están ante nuestros ojos los best-sellers (no todos), los libros de autoayuda, las sombras eróticas ésas… libros de aspecto formal desconocido para gente que vive la vida como si lo que hiciera no fuera importante en la medida en que hacer menos conlleva asumir un riesgo por pequeño que sea. Y que a veces –casi siempre- es grande. Esto es la vida real, la única, no una pausa ni un simulacro, esto es la vida permanente, la que tiene su fin cerca, la única que se escribirá en la memoria o en el recuerdo de alguien a largo plazo. En cualquier caso siempre hay cosas peores; me refiero a aquellas obras que por autodefinición o “calzador” se meten en el saco de la literatura como si nada; a veces lo hacen con el sigilo del que se sabe impostor y no quiere ser descubierto, y otras con el descaro del que no tiene nada que perder -los peores- y no le importa hacer cualquier cosa para conseguir quedarse. Ninguno de los dos entiende que las buenas intenciones no hacen buena literatura. Que no guardan relación. Y luego está el talento y todo eso –con su larga y delgada sombra-. Pareciera que no están sometidos al martirio particular por el que constantemente se escuchan voces. Gritos a veces. Otras son muertos los que se dejan ver -como en aquella famosa película-. A veces me gustaría llegar hasta ellos, salir del eco o del borrón, cruzar el umbral de la carne y poder hablar. Casi siempre me despierto envuelto en sudor acuciado por todos esos benditos malditos -los clásicos-, esos cabrones que no me dejan en paz y que se mantienen ahí por los siglos de los siglos. Pero cómo voy a leer algo actual sin saber primero qué quería contar Celine en su viaje al fin de la noche por ejemplo, pienso. En algún momento hay que romper el vínculo y asignar partes de tiempo a cada cual sabiendo que ante todo se debe ser –no puede ser de otra manera- lector. Asumiré que no podré leer todo lo que creo que debo -o simplemente quiero- leer, así que elevaré su martirio y me despojaré de al menos una parte del lastre que subyuga su desconocimiento. ¿Qué remedio? La parte menor la pasaré hundiendo mi hocico en el saco de la literatura esperando no perder mucho tiempo en sanear sus anaqueles. Los huecos que tenga libres escribiré para hacer literatura. Otra cosa es que lo consiga.
Publicado en La Caja Negra el 1 de Mayo de 2013.