Te ves ahi, en esa foto, y te cuesta reconocerte. Tan feliz, tan joven, tan libre. Rebosante, enérgico, con los todavía mil sueños sin derrotar que añorabas cumplir, y que el mundo y tu dejadez se encargaron de espantar. Que hermosa sonrisa supiste tener.
Y llorás. Asi de repente se te quiebra la cara y te sorpende un llanto feroz cargado de impotencia. Pensás en lo que te convertiste, en los colores que perdiste, en las canas que te martirizan. Y la canción sigue sonando, siempre al mismo volumen, pero cada vez más fuerte adentro tuyo. Y te arrepentís de un montón de cosas. Darías media vida por meterte en esa fotografía y no salir nunca más. Meterte ahi, y decirle a los amigos que posan con vos, tambien resplandecientes, que diseñaste un plan para detener el tiempo en ese momento y ser por siempre jóvenes. Y alegres, muy alegres.
Recién cuando el lloriqueo cesa, te calmás, y en medio de un manto de autocompasión te perdonás un poco, le das una tregua a la tristeza. Es que, si tanto extrañás esos momentos, es porque lograste esculpir días y noches geniales en este mundo de mierda. Y eso no es poco.