Llegó el día más esperado, ese que, por tanto desear que llegase, jamás creyó que lo haría: Se convirtió en apátrida de corazón. Ese en que vino a él la clarividencia con forma de certeza punzante y dolorosa: carecía de lugar en el que descansar su alma, desconocía su meta, no tenía principios firmes a los que aferrarse, piel ajena en la que sentirse libre ni propia con la que hallarse en paz.
Ese día llegó al fin. Inesperadamente esperado. No tenía nada y lo tenía todo. Porque la certeza es, si cabe, la más grande de las posesiones.