Revista Literatura

Espectro

Publicado el 12 marzo 2012 por Agora

Caía un sol de justicia sobre esa estación de pueblo pequeño. Yo me dirigía hacia la madera carcomida del cruce sobre las vías, y miré hacia el norte en un gesto mecánico. No venía ningún tren. Di un paso hacia adelante y un brazo trajeado de hombre me propinó un codazo en el estómago que me hizo tambalearme hacia atrás y doblarme de dolor.

-¡Pero qué haces!- no llegué siquiera a pronunciar esas palabras.

La ventolera del paso embalado de un tren procedente del sur me hizo dar otro traspié.

Me quedé paralizada, viendo cruzar un río de gente por el paso de madera. Pero no vi ningún hombre trajeado.

Nunca le vi la cara. Nunca supe su nombre.

No podía apartar los ojos de esos raíles de acero en los que había estado a punto de quedar clavada.


En momentos de desesperación, cuando la tristeza recubría el mundo de una película blanquecina y me debilitaba los sentidos, me preguntaba por qué había estado él allí, en el instante preciso para impedir que yo diese ese paso fatal. ¿Para qué, si mi vida no tenía sentido ni propósito?

Años después salí una noche tarde del trabajo, con un desasosiego que no sabía cómo calmar. Por primera vez al llegar al metro pasé de largo y seguí caminando a paso ligero sin saber adónde iba ni por qué. El cansancio me enturbiaba el cerebro y no tenía siquiera ganas de andar, pero mis pies se movían como los de un autómata.

LLegué a un bulevar casi desierto. Un chico de unos veinte años con bambas y capu-

cha se paseaba por la acera estrecha entre el carril lateral y los carriles centrales, hablando por móvil mientras gesticulaba. Estaba tan absorto en su conversación que se bajó de la acera y deambuló por el centro del bulevar.

Un autobús bajaba la calle acelerado. El chico se paró justo delante y de espaldas.

-¡Cuidado! ¡Cuidado!- le grité, alargando en vano los brazos hacia él.

El chico se giró, vio la mole que iba a arrollarlo y dio un salto antes de que el vehículo lo pillara. El autobús pasó casi rozándolo.

El joven volvió a la acera entre los carriles y se quedó allí inmóvil y aturdido.

Por el carril lateral avanzaba despacio una furgoneta. Se paró ante la luz roja interponiéndose entre nosotros. La moto que la seguía invadió la acera donde yo estaba para aparcar. El rugido era ensordecedor, los gases asfixiantes, y yo me precipité al paso de peatones.

Mientras me dirigía hacia la luz verde miré hacia atrás. El chico había cruzado por detrás de la furgoneta. Se había colocado justo en el lugar donde yo le había gritado, y estaba dando vueltas.

Buscaba una voz desconocida sin cara ni nombre.
Lesley Galeote


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