Esta es una anécdota en partes: la 27a en la saga del Dr. Kovayashi.
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El living recibía con alivio la sombra entrecortada de la persiana de barrio. La atmósfera húmeda era apenas tolerable, pero en la calle el aire literalmente hervía. Era el momento de la siesta. Todo quemaba; incluso, sobre los adoquines de Tres Sargentos se podía ver el ondular de los espejismos. Con un mismo impulso, Kovayashi dio un portazo, arrojó con furia el sobre de papel madera y fue a la cocina a servirse dos vasos de té frío con limón. Las hojas volaron por todo el cuarto.
Había vivido el stress de creerse en peligro. Sabía que eran sólo conjeturas atadas con hilo dental, pero había aprendido a confiar en la intuición. Llevó los vasos a su escritorio; leería algunos manuscritos de sus dirigidos. No era algo que le resultara placentero ya que pocos de ellos sabían escribir bien. Sólo debía hacer el trabajo, devolvérselos por email y a otra cosa. Sentado en su amado sofá dejó que las primeras páginas discurrieran entre sorbo y sorbo, empapándolas con el sudor de los vasos. El Doctor notó que sutilmente sus párpados iban dejándose caer, al tiempo que su vista saltaba anárquicamente de un párrafo a otro. En cuestión de minutos estuvo dormido como un lirón.
¿Cómo explicar que no demasiadas semanas atrás le era imposible conciliar el sueño sin pastillitas, y ahora, después de cortarle el cuello a una persona, dormía la siesta como un bebé? Era algo sobre lo que el Doctor no se atrevía a pensar.
El sueño lo acogió como lecho de plumas de caburé. Un aula de la facultad era el escenario, y sus estudiantes de doctorado, los protagonistas. “Lo de siempre”, razonó. Querían sus trabajos corregidos y se los reclamaban airadamente. A un tris de despertarse, Kovayashi les pidió que se calmaran e hizo algunas promesas vagas. Así logró deshacerse de ellos: sin abrir los ojos y sin violencia. Eso lo satisfizo. Luego deambuló por varias aulas portando en una mano el sobre de manuscritos sin corregir. A cada paso, el sobre lo incomodaba más y más, por lo que decidió dejarlo abandonado sobre un escritorio cualquiera. De repente, la perdida de los manuscritos le causó angustia. “Me van a denunciar”, se lamentó. Sin embargo, siguió avanzando. El sueño lo condujo por un corredor largo y poblado de oficinas a ambos lados. Sin motivo aparente ingresó a una de esas oficinas, donde una recepcionista muy bonita lo invitó a tomar asiento y esperar. No había transcurrido mucho tiempo cuando le avisó que lo estaban aguardando. Frente a sí apareció una puerta que no había visto antes, de madera trabajada y con una placa de bronce ilegible. Al ingresar se percató de que estaba en su propio escritorio. Giró la cabeza hacia la izquierda y, sorprendido, pudo verse a sí mismo dormido sobre el sofá. Más sorprendido aun, a su derecha, desnudos y alegres como si nada les hubiera pasado últimamente, lo aguardaban sus (ex)buenos vecinos Rómulo y W.
_ “¡Qué gusto verlo de nuevo, Doctor!”, se adelantó a hablar la Sra. W., y señalando con su índice hacia el sofá añadió: “Por favor, no meta ruido, podría despertarse…” Rómulo estaba sentado en la silla de la PC. Observaba alternativamente al Doctor y a su esposa, siempre con una amplia sonrisa. Por su parte, W. permanecía de pie como preparada para desaparecer, si fuera necesario.
_ “Tenemos poco tiempo, Doctor, y Rómulo quiere decirle algo muy importante.” Entonces, el foco de la atención recayó en el bueno de su marido. Kovayashi notó que Rómulo abría la boca pero las palabras no le salían. Tan grande abrió la boca que el Doctor pudo ver un objeto plateado que brillaba detrás de su campanilla. “Un momento”, dijo la Señora W., quien metiéndole la mano hasta el fondo logró extraerle una caja metálica alargada. De ella sacó una hojita manuscrita que entregó al Doctor. Luego volvió a colocar la caja en la garganta de Rómulo. La caligrafía era espantosa, mas Kovayashi se las arregló para leer el texto completo.
“Doctor Kovayashi, ya sabe que tanto W. como yo estamos… Puedo ver cosas que ni se imagina, ya le contaré algún día. Ahora es importante que sepa que hay peligro cerca, que ande con pies de plomo. Cuídese de Kandrasky. También de esos dos impostores, pero más de Kandrasky.”
_ “¡Kandrasky!”, dijo Kovayashi justo en el momento en que la pareja comenzaba a desvanecerse. Rómulo y W. se pararon y sin dejar de sonreirle lo saludaron y atravesaron el muro hacia la que, en vida, fuera su casa.
_ “¿Kandrasky?”, se preguntó Kovayashi al despertar en su sofá. Estaba empapado de transpiración, al igual que el tapizado. “¿¡Quién es Kandrasky!?” Desconocía la respuesta.
En una veloz carrera salió de su casa y no paró hasta detenerse frente a la puerta clausurada de la que fuera la casa de Rómulo y W. “No. No es posible…”, dijo para sí con más negación que incredulidad, y regresó a su casa, a su sofá, para continuar la lucha con los manuscritos.
En la esquina, los espejismos no cesaban de danzar.
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