Esta es una anécdota en partes: la 41ava en la saga del Dr. Kovayashi.
< Embarcadero a la vista | Continuará…
El embarcadero no era más que un muelle antiguo hecho con troncos hermanados por lianas. No obstante, su estructura era sólida y, a primera vista parecía que se podía alcanzar la punta sin inconvenientes. La soledad le brindaba a ese paisaje un toque sobrenatural, acrecentado por la luz cenital del mediodía. Sin embargo, para desilusión del grupo, estaba desierto. ¿Cuánto tiempo habría de transcurrir hasta que algún barco pasase por allí? Y si así ocurriera, ¿se avendría el capitán a levantar a un desconocido con 2 monos y mochila? La única respuesta que pudo encontrar el doctor fue esperar.
Por tres días y tres noches vivieron sobre las maderas del viejo muelle, bebieron agua del río y se alimentaron con un dulce de guayabo desecado (de lo poco rescatable que habían dejado los mercenarios de X) que rehidrataban cuidadosamente en la orilla. En la tarde del segundo día, el doctor cayó en la cuenta de que ningún helicóptero había descendido en las inmediaciones, y esa revelación lo llevó a pensar en aquel favor absurdo que le pidiera el difunto Sr. X. ¿Sería posible que existiera gente que supiera que el cadáver de X había sido incinerado? Eso implicaría que, en cierta manera, estaban siendo observados. Lejos de sorprenderse, el doctor encontró en esos pensamientos un refuerzo para su esperanza de ser rescatado.
El sacudón del embarcadero y los gritos fueron una sola cosa. Durante la madrugada del tercer día, voces como truenos retumbaron entre los muros verticales de basalto. Despertado por el alboroto repentino, Kovayashi abrió los ojos tanto como le fue posible. Quizás debería haberse sobresaltado con la extraña silueta del catamarán polinesio que había echado amarras en el embarcadero. No obstante, dando pleno crédito a sus ojos, se incorporó de un salto, tomó sus bártulos, a David, a Nikola y se dirigió con pasos rápidos y decididos hacia el navío.
Al pie de la escalerilla, un hombre de talla imponente y mediana edad parecía estar aguardándolo. Su pelo, mechones ensortijados, se continuaba en una barba entrecana, tan gruesa y larga que parecía recortada de algún retrato de Johannes Brahms. A un breve metro del gigantón, Kovayashi detuvo en seco su carrera. Por segundos, ambos hombres exhibieron en sus miradas una cautelosa desconfianza. Luego, el silencio se quebró como un tallo seco.
- “Soy el Doctor Kovayashi. Mis amigos y yo necesitamos un aventón.”
- “¿Adónde se dirigen?”
- “Al sur, lo más lejos posible.”
El hombre, indudablemente el capitán del catamarán, hizo una mueca detrás de la barba.
“Suban, suban pronto, nos espera un largo viaje.”
Kovayashi trepó la escalerilla. Una vez en cubierta acomodó su equipaje junto a un arcón mientras el capitán terminaba de ascender y se plantaba cuan inmenso era frente al doctor, casi empujándolo con su abdomen prominente.
- “Bienvenidos al Timor. Mi nombre es Makraff. Sygmund Makraff.”