Estábamos atados a la misma estrella
y navegábamos por el cielo
esquivando interrogantes.
Éramos jóvenes y el valor superaba
al miedo de las almas;
teníamos fe en lo que hacíamos,
en lo que sentíamos,
en aquello que tocábamos
y hasta incluso, en lo que mirábamos,
porque todo llevaba el sello inconfundible
del amor y la esperanza.
Por eso pudimos sortear los meandros
de la vida y superar las corrientes adversas
que hacían peligrar las balsas
y pudimos también salvar
los vientos peligrosos que inclinaban
las ramas en la orilla.
Ramas de espinos y rosales
cargadas de nostalgia,
que azotaban los versos y el cuaderno
depositando lágrimas y llantos
en medio del poema.
Ramas que ocultaban las orillas
pantanosas,
donde abundan las culebras,
en una trampa peligrosa,
y seductora,
con finales imprevistos.
Pero la vida seguía y continuaba
y lo hacía a nuestro lado
y más allá de la ventana
y la aventura.
Continuaba la rutina tan atroz
que envolvía a los humanos con su manto
y los hacía marionetas de un destino
imaginario,
ya que allí no decidían sus latidos,
ni tampoco sus sentidos
y hasta el aire enrarecido del silencio
era el filo de un cuchillo
que podía desgarrar nuestras entrañas.
Y así fue, sin proponerlo,
como un día se rompieron las cadenas
diminutas que enlazaban nuestras vidas,
y nos vimos separando nuestros pasos,
caminando, cada uno,
a un destino diferente,
y llevando en esa ausencia
el pergamino de dos vidas y dos sueños,
más cruel que se recuerde.
Porque fueron muchos años de placer
y de amnistía disfrutando de un amor,
(que no lo era),
condenado en el recuerdo y la distancia,
a ser simple marioneta de las nieblas
y las sombras de un poema.
Ahora miro nuevamente a las estrellas,
y las veo, como entonces,
y las hablo, en tu presencia, que no existe,
y las miento porque quiero que no sepan
de nosotros.
Me preguntan si te amo
y es entonces cuando enseño mi derrota,
cuando tiro la toalla y mis labios
balbucean ese nombre tan sagrado,
que es tu nombre,
cuando pierdo la razón
y la locura se apodera de mi alma,
cuando cierro el arcoíris de tu libro
y de tus versos
y le dejo, para siempre,
con tu voz en mi recuerdo.
Rafael Sánchez Ortega ©
09/01/14