Revista Literatura

Estafado

Publicado el 04 agosto 2011 por Netomancia @netomancia
Me sentí estafado. Sin un centavo en los bolsillos y mirando por la ventanilla al hombre que del otro lado se negaba a fiarme un pasaje de colectivo.
Había llegado esta manaña, gastando los últimos billetes. Quince horas en una catramina. Y al bajar en el pueblo, donde me tendrían que haber esperado con un almuerzo y trabajo, me encontré con la estación desolada y apenas un par de almas caminando sus calles de tierra.
Anduve indagando por las pocas casas desperdigadas en aquella planicie con forma de algo y nadie conocía a las personas que me habían mandado a llamar. No soy un erudito pero tampoco hace falta ser estúpido para comprender que a uno lo han engañado.
Y si todo aquello no fuese poco, el hombre de la estación no me quería dar un boleto en calidad de préstamo, no confiando en mi palabra de que al llegar a casa, le conseguía el dinero y se lo hacía llegar por correo. ¡Poca fe la del empleado!
No me quedaba otra que irme hasta la salida de este lugar, encontrar el camino hacia la ruta y allí hacer dedo hasta el norte. Me esperaba un periplo importante y muchas horas por delante.
Le había prometido a la Irma que la llamaba al llegar, pero que la iba a llamar, si tampoco me prestaron el teléfono. Pobre Irma, creyendo que llegaba y me daban el trabajo y que en un par de días ya tenía plata que le mandaba desde acá.
Imagínense, en lugar del dinero, en un par de días, con suerte, le aparecía yo. Cómo para no sentirse mal. ¡Si me llegaba a encontrar a esta gente! ¡Lo que menos era trompearlos! Reírse así de un laburante. No había vergüenza.
En la ruta me levantó un camionero. No me gustó mucho su lenguaje, pero por lo menos íbamos para el mismo lado. Se hicieron largas las horas; a la noche me dejó en una estación de servicios, porque decidió llevarse a otro acompañante, que si bien parecía una mujer, tenía bigotes. Al menos esa rara impresión me había dado en la oscuridad.
Por suerte pude seguir viaje, con un vendedor. Un hombre que vendía repuestos agrarios campo por campo. Mientras hubo estrellas en el cielo, el trayecto se hizo rápido. Al salir el sol, la camioneta comenzó a parar en cada campo y mientras el hombre ofrecía sus productos, yo me dormía siestas de hora, hora y media.
Se quedó a pernoctar a cien kilómetros de mi destino, por lo que tuve que buscar otro vehículo. La fortuna pareció entonces ponerse de mi lado o bien, visto desde lo que ahora sé, solo quería apresurar mi desgracia.
Una ambulancia con el nombre de mi pueblo rotulado en los lados pasó rauda por la ruta, pero se detuvo al verme agitar los brazos. El chofer era conocido, no amigo, pero de frecuentar el mismo bar los fines de semana.
Así transcurrieron los últimos kilómetros de mi vida tal como la conocía. Llegamos al amanecer. Las luces apagadas de casa no me llamaron la atención. Pero al abrir la puerta, entré en desesperación. Ningún mueble, ni el televisor ni la heladera vieja, que a pesar de que se caía a pedazos, cumplía su función. Corrí a la habitación y me topé con un par de medias en el suelo. Y nada más.
Me asomé al patio, miré a través del alambrado y vi a los Pérez, siempre madrugadores, tomando unos mates sentados sobre el tronco de paraíso que tienen en el fondo. Me acerqué alarmado, aunque temiendo lo que me tuviesen para decir. Les pregunté por Irma y supe de inmediato que mis temores, que iban creciendo con los segundos, estaban fundamentados.
Me describieron a los tipos que la fueron a buscar, el camión con el que se llevaron las cosas y la felicidad de ella. Comprendí que todo había sido un engaño de la Irma para irse y llevarse todo lo que era de los dos. Otra vez, en pocas horas, me sentí estafado. La diferencia era que seguía sin un centavo en los bolsillos y ya estaba en el lugar donde quería llegar. Me senté en el patio y quedé en silencio.
Es de noche y aún sigo aquí. ¿Acaso tengo otra cosa para hacer?

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