Estómago vacío

Publicado el 21 octubre 2012 por Netomancia @netomancia
El almacén cerraba y mi heladera estaba vacía. En vano crucé al trote la calle y corrí los treinta metros que me separaban de la puerta. Andrés, el almacenero, había puesto el candado y no tenía la menor intención de volver a abrir.
- Probá acá a la vuelta, que hace poco pusieron un kiosco. Por ahí tienen algo con lo que puedas engañar el estómago - me sugirió.
De mala gana le di las gracias y caminé. Fui hasta la esquina y busqué en la cuadra una luz encendida que me indicara que había un negocio abierto. No tenía intención alguna de seguir utilizando mis pies sin sentido. Tenue y lejana, una ventana se veía iluminada. Ningún cartel que indicaba que se trataba de un kiosco o algo por el estilo.
Me dirigi hasta allí. El hambre podía más que las piernas cansadas. Había sido un día agotador. En la oficina me habían tenido de aquí para allá y cuando pensaba que la tarde estaría en calma, me enviaron a recoger unos talonarios a la imprenta. Me confié y esperé en la parada el colectivo, hasta que recordé que había una huelga de los trabajadores del transporte. Busqué en mis bolsillos y como ya lo presentía, había olvidado la billetera sobre el escritorio. La idea del taxi se esfumó en un santiamén. Caminé entonces las veinte cuadras de ida y la misma cantidad de vuelta.
En el trayecto pensé en las oportunidades que tuve a lo largo del día de comprar aunque sea una docena de facturas. Estaría ahora en el departamento acostado, comiendo y mirando un poco de tele. Pero esa manía de dejar todo para cuando era tarde seguía siendo un fastidio, una característica de mi personalidad que odiaba y al mismo tiempo, no podía cambiar.
Llegué hasta el lugar donde supuse, habían abierto el kiosco. Apenas una ventana con una reja delante, algo de iluminación en el interior y dos o tres productos a la vista, entre los que se contaban un alfajor y varios caramelos. Dado que los caramelos eran de marcas diferentes, podía tomarlos como más de una mercadería. De todas maneras, ni una cosa ni la otra servirían para quitarme las ganas de comer.
Perdido por perdido, golpeé en el vidrio. Tardó en aparecer alguien. Vaya saber desde donde, entró al pequeño espacio que podía verse desde afuera una muchacha rubia, de ojos muy claros y voz lánguida, cosa que pude comprobar luego que abrió la ventana corrediza y me preguntó que deseaba.
- ¿Tenés algo para comer, que no sea un alfajor o caramelos?
Creo que fue el uso del término singular. Supongo eso al día de hoy. Si hubiese dicho "que no sean alfajores", aquello se podría haber evitado. El "un" sonó a despectivo. Lo reconozco: fue dicho en forma despectiva. El solitario alfajor detrás del vidrio no me convencía de tener mejor suerte al preguntar, y sin dudas que terció en mi conciencia para que mi pregunta fuera no solo un pedido, sino también una crítica, una intolerante mirada sobre aquel lúgubre kiosco de mala muerte.
La joven buscó de inmediato algo entre sus piernas. Por una fracción de segundos me dije mentalmente "que lugar raro para guardar los sánguches". Pero mi sentido del humor se evaporó de manera instantánea ante el calor de la situación. Lo que la chica había sacado de allí abajo era nada menos que una escopeta de caño recortado y en ese momento la estaba apuntando hacia mi cara.
Enmudecí. No me cagué encima porque no tuve tiempo. Creo que retrocedí un par de pasos. Moverme, me moví, porque le pisé la cola a un perro callejero que justo olfateaba detrás de mi. El ladrido de dolor que lanzó en medio de la noche fue el detonante. La chica se asustó o estaba loca, y disparó. Sentí calor sobre mi hombro y la sensación que estaba muerto. Pero algo detonó a mis espaldas y supe que le había errado. El cristal de algún coche estacionado había recibido el tiro que llevaba mi nombre.
- ¡Pará loca! -le grité, pero ya no la veía. La detonación la había arrojado hacia atrás. Alcancé entonces a verle los mechones rubios, cuando intentaba incorporarse. El caño de la escopeta brilló contra la luz de morondanga que había en el interior.
Corrí. Lo hice en forma descontrolada, bajando primero a la calle, luego subiendo a la vereda, a la calle otra vez y luego perdí la cuenta de las veces que lo hice. Doblé en la esquina como llevado por el demonio y a medida que me acercaba al edificio fui metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, tanteando la llave. Lo último que me faltaba era que se hubiese caído en la fuga. Pero no, allí estaba, prendida al llavero con forma de pene que tan graciosamente me habían regalado mis compañeros de trabajo para el último cumpleaños.
La saqué, la metí como pude en la cerradura y empujé la puerta con todas mis fuerzas. No miré jamás hacia atrás. Imagino que en una guerra debe suceder lo mismo. Iba en busca de mi trinchera, que quedaba en el cuarto C.
Llamé al ascensor, pero estaba en el décimo. No podía quedarme quieto, estaba temblando, así que corrí escaleras arriba, sin siquiera detener la marcha para encender la luz de cada piso. Llegué a mi puerta sudado, con las piernas aguijoneándome del dolor y la sensación de una escopeta apuntándome por la espalda en todo momento.
Abrí, cerré, y entré como una exhalación, sin frenarme hasta llegar a la cama, en la que me zambullí como no recordaba desde pequeño, después que mamá o papá me contara alguna historia de horror.
No me levanté hasta la mañana siguiente, para ir a trabajar. Apenas si había dormido y estaba muerto de hambre. Estaba aún pálido cuando salí del edificio. Evité ir hacia ese lado. Crucé hasta lo de Andrés y le pedí que me preparara para llevar dos sánguches de jamón y queso. Me preguntó si al final había ido al kiosco nuevo la noche anterior. Le mentí y le dije que no. Pero creí adivinar en su mirada un dejo de extraña maldad, una sonrisa escondida, un silencio que hablaba en susurros, los gestos propios de un hijo de mil putas que sabía lo que estaba haciendo.
Pagué diecisiete con cincuenta y me fui a esperar el colectivo. Desde entonces compro en el super al lado del trabajo.