Confiaba en que sólo ocurriera en mi país, pero revisando los debates que se han suscitado en Argentina y México, me doy cuenta de que, para nuestra desgracia, debe ser más común de lo que me suponía. Y es que, cuando se discute acerca del matrimonio igualitario, no se considera si es legítimo, justo o de cajón; los políticos, especialmente los conservadores, se empeñan en discutir si es constitucional.
En España ya sufrimos ese debate, y desafortunadamente, seguimos sufriéndolo: la reforma de la Ley del Matrimonio Civil (que así es como se llama, no matrimonio homosexual) sigue recurrida en el encumbrado Tribunal Constitucional. De hecho, llevamos cinco años esperando la decisión de los señores del mazo para saber si todos los matrimonios celebrados hasta ahora serán disueltos y los derechos adquiridos y ejercitados borrados del mapa, o no. Que a juzgar por el tiempo que nos mantienen a la espera, me pregunto si el Tribunal funcionará como las urgencias de los hospitales, que clasifican a los enfermos por gravedad y no por orden de llegada.
Pero igual que tuve que verlo por aquí, lo he oído por allá: portavoces conservadores con su mejor cara de hipócritas-pseudo-gay-friendly recordándonos que ellos “no están en contra de los derechos de los homosexuales”; pero claro, hay que saber (y estoy es muy importante, relevantísimo) si dichos derechos están de acuerdo o no con la Constitución.
Y yo me pregunto: pero la Constitución, ¿qué es? ¿Acaso no es una ley que, en Democracia, los ciudadanos nos damos a nosotros mismos para regular nuestra convivencia y que, al menos en teoría, debería esta a nuestro servicio? Entonces, ¿por qué se la trata como si fuera la nueva Biblia? ¿Por qué damos por hecho que en sus artículos se encuentra toda la sabiduría legislativa del Universo y que no debe ser tocada ni criticada a riesgo de que el susodicho se contraiga en una pelota incandescente y vuelva a estallar?
Desconozco la historia de todas las constituciones democráticas del mundo, pero sí sé en qué circunstancias se promulgó la nuestra: acabábamos de salir de cuarenta años de dictadura, con las heridas de la Guerra Civil a medio cerrar; era muy importante que todo el mundo se pusiera de acuerdo (lo cual, y teniendo en cuenta quiénes eran los contendientes, no sólo era difícil sino que terminó siendo un trabajo de equilibristas sin red que violentaría a cualquiera con medio talante verdaderamente democrático) y quien más o quien menos estaba cagado de miedo. Y no seré yo quien le quite valor al texto de acuerdo con el momento; sólo digo que, treinta y dos años después, quizá haya que apuntalarlo un poco si no queremos que se nos derrumbe encima.
Para mí, si se conviene, en un debate de altura moral y lógica, que el matrimonio igualitario es una aspiración y un derecho legítimo para las parejas homosexuales, y que negárnoslo, por tanto, es una muestra evidente de la discriminación legal a la que nos vemos sometidos; lo que la Constitución diga o deje de decir debería ser secundario. O mejor: ya que el texto es un paraguas bajo el cual deben cobijarse el resto de las leyes del Estado, entonces quedaría patente que la tela tiene algunos agujeros por los que deja pasar una lluvia de injusticia que pudre las raíces de nuestra sociedad. Por tanto, hay que renovar el paraguas, o cuando menos, ponerle algún que otro parchecito.
Yo no sé cómo puede haber países que se jacten de tener una constitución de doscientos años de antigüedad. A mí me parece vergonzoso. El mundo cambia, ha cambiado muy deprisa durante todo el siglo XX y, en los albores del siglo XXI, el mundo va que se las pela. Es normal que los legisladores de hace varias décadas no pudieran prever las innovaciones que surgirían en la actualidad, y por tanto, es normal que sea normal cambiar el texto constitucional de vez en cuando. No digo cada año, no digo (¡por favor!) cada vez que se cambie de gobierno; pero sí limpiarle el polvo al menos una vez cada década, para devolverle su dignidad, su actualidad y su grandeza, y que siga siendo lo que debe ser, no un manojo amarillento sólo apto para ser albergado en las vitrinas de un museo.
Porque si el matrimonio igualitario es legítimo, un derecho inalienable del que deben gozar también las parejas homosexuales, y aun así, la Constitución no lo contemplara (que no sé por qué, cuando insiste en que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley), entonces, ¿qué pasaría? ¿Que se despojaría a un sector de la sociedad de su igualdad jurídica y se le sometería a discriminación simplemente porque en los años previos a 1978 a ningún legislador se le pasó por la cabeza que una cosa así pudiera existir? Y entonces, ¿seguiríamos llamándonos demócratas? ¿Se atreverían a intentar convencernos que el nuestro es un régimen donde prima la razón?
Que se busquen otras excusas: que sigan apelando a la Biblia y a la medicina del siglo XIX; pero que dejen de llenarse la boca con un texto que no debería utilizarse tal y como ellos lo emplean, que no deberían servir para lo que ellos tratan de emplearlo.
Nuestra Constitución, como todas, es un texto perfectible, lleno de imprecisiones, repleto de vaguedades y con señales fragrantes de la época que lo vio nacer y que hoy nos hacen llevarnos las manos a la cabeza. Y no se trata sólo del matrimonio igualitario, sino de tantos y tantos detalles que darían para otro y para muchos más posts.
Tal y como está, tal y como la usan, estoy HARTA de la Constitución.
De todas las constituciones en cuyo nombre se intenta perpetuar la discriminación.
Encantada.