Sí, mi trabajo me quema. Mi trabajo se está convirtiendo a marchas forzadas en una labor de papeleos, explicaciones y justificaciones, en un espacio donde estar a la defensiva porque si mandas deberes a los alumnos, malo -eres el duro del colegio: "he suspendido seis, y Sociales"-; si no les mandas trabajo, peor -menudo vago, vaya profesional... Si llamas a la familia para avisar de que su retoño lleva tres meses sin el cuaderno, eres un pesado, pero si no llamas, no te preocupas por mi niño.
Sí, estoy quemada. Estoy cansada de tener que explicar a las familias que los adolescentes no pueden tener de todo y usarlo mal, que les hacen falta normas y límites, que deben ganarse las cosas y no lograr todo a lo fácil. Me quema, me cansa, me consume, descubrir que la mayoría de los alumnos no son torpes, sino vagos. Señora, señor: v-a-g-o-s, con todas sus letras -sus consonantes, sus vocales, su palabra llana sin tilde porque acaba en -s... La mayor parte del alumnado no necesita clases de apoyos, hora de refuerzo, profesor de Compensatoria, terapia psicológica escolar y tutoría de valores. Son holgazanes, perezosos, ligeros, indefinidos, imprecisos. No leen, no trabajan a diario, viven en el Tuenti, no les interesa su alrededor...
No es que esté quemada: estoy achicharrada. Porque en mi colegio habremos ganado en organización y calidad, como esta mañana me recordaba una compañera. Tal vez. Puede ser. Pero hemos ganado en burocracia y hemos perdido lo que nos llamaba -o lo que me llamaba- a este trabajo: la relación personal, la cercanía, el gusto por hacer las cosas.
La vocación, vamos.