Revista Literatura
Hölderlin fue cifrado en piedra, en caracteres cirílicos y puntiagudos, esculpido por los canteros que sabían hacer las estanterías para la catedral. En un apartado del bosque, bajo un arbusto de grandes proporciones, escondieron esta piedra grisácea cuajada de inscripciones que nadie entendía y que pronto se olvidaron. En ese momento, Hölderlin no sabía que pasaría a la historia, porque sus contemporáneos ya le decían que no tenía nada que decir en esos momentos; el tiempo juzga de manera desigual, y sobre todo, hay un espacio fuera del tiempo que no se puede controlar en absoluto. Porque el tiempo de Dios es infinito y lo maneja a su antojo, tal como es: una ilusión. El tiempo de Dios es perfecto porque es eterno. La Eternidad es, precisamente, el no-tiempo, no el tiempo para siempre.
De esta manera, inscrito en la piedra del bosque, Hölderlin yacía sin saber, siquiera imaginar, que algún día sería reconocido por lo que su carne no pudo saborear, sus papilas gustar, su espalda recibir las caricias de las amantes que no quisieron tocarle en absoluto, en las noches frías; en algún lugar de una habitación, en las esquinas, Hölderlin paseó sus ojos con desgastadas fuerzas para preguntarse: “¿cuándo yo? ¿cuándo? ¿por qué no ahora? ¿por qué no yo?”.
Tantas noches que se durmió de esa manera, sin saber muy bien cuál sería su final. Tantas angustias en la frialdad que unas mantas no parecían tapar ninguna noche de enero. Tantas pestañas que perdió mientras se restregaba los dedos sobre el escritorio de madera oscura, qué buena madera, madera de roble, qué buenísima madera para una tarea que no iba a ninguna parte.
Este no es un canto a Hölderlin sino a todos los perdidos entre las esquinas de la Noche; algunos perecieron por las actividades alucinatorias del alcohol y los opiáceos; otros se tiraron puente abajo, en la más infinita soledad, acosados por demonios habladores que no les dejaban descansar de día ni al caer el sol; otros intentaron huir (hacia otro lugar) fuera de sí, también acabaron cayendo puente abajo, o por un acantilado, o en el interior de un pozo o un horno, que lo mismo es la boca circular del infierno. Porque todos eran, en el fondo, niños abandonados que no sabían como encontrar consuelo. Incluso en los agujeros circulares de diosas madres de pago, señoras de Babilonia al mejor postor que se dejaban seducir por unas monedas, por una ansiada compañía que en realidad no deseaban (era su trabajo) pero útil para engañar a los exiguos creadores que no podían comunicarse con sus espíritus y, por tanto, dejar de pasar miedo, y por tanto, comprenderlos y comprender las sombras que les acechaban desde lo alto de sus hombros. Unas sombras inocuas y benévolas, transformadas en persecutorias e infernales por el desconocimiento hacia ellas.
Este, y no otro, es el misterio de Hölderlin y de todos aquellos que se reseñan como esforzados en su época pero igualmente ignorados, sólo reconocidos cuando el tiempo de tumba ha pasado sobre ellos, cuando el tiempo mundano ha cruzado sus líneas. Entonces se descubre dónde estaba cada uno, cuál era la posición en la rueda de los reconocimientos. Y desde ese lugar, se dan cuenta de que perdieron el tiempo, quizá, casi todas las noches, intentado destruir sus hígados, sus cuerpos, dejándose tocar por manos asquerosas pero al menos cálidas, dejándose llevar por la ponzoña de otros cuerpos prostituidos, pero al menos con calor de tacto humano que ofrecer. El tacto detrás del cual hay otra alma, el espejismo de que un alma se interesa por ti, más allá del pago que se haya hecho minutos antes o de las sombras infernales que observan desde las esquinas.