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Ética de la revolución pendiente

Publicado el 12 mayo 2010 por Biologiayantropologia
En 1919, Max Weber dictaba una conferencia -“La política como vocación”-, en la que proponía dos comportamientos éticos que están regidos por modelos teóricos contrapuestos. Los denominaba, respectivamente, “ética de la convicción” y “ética de la responsabilidad”. La primera serviría en el ámbito de lo individual, mientras que la segunda sería la apropiada para el ámbito público.
La “ética de la convicción” se basa en valores subjetivos que ‘emergen’ de la propia conciencia y carece, por definición, de responsabilidad por las consecuencias de la acción, porque está privada voluntariamente de ellas (políticas o económicas). Se trataría, pues, de una ética que se puede denominar también ‘privada’. En mi opinión, y como parece más o menos obvio, los efectos de cualquier acción humana siempre están ahí, se quiera o no, y afectan a terceros; y no pueden ser ajenos a la conciencia del sujeto, sino que caen bajo su intencionalidad en la medida en que son previsibles. Por poner algunos ejemplos, las rupturas matrimoniales, el abandono de los hijos o de los mayores, el aborto, el uso de drogas y estupefacientes, etc., y las consecuencias subsiguientes –pobreza, depresión, desarraigo, alcoholismo, violencia, delincuencia, marginación, prostitución, etc.-, suponen una buena parte de los subsidios sociales. Por tanto, si para estar ‘más a gusto’ conmigo mismo –lo que ahora denominaríamos ‘calidad de vida’-, me recluyo en mi egoísmo -y que a los demás le vayan dando pomada-, pues, enhorabuena: he hecho una buena elección de “ética de la convicción”. Pero este comportamiento, como señala Plutarco es “como aquellos que animan a portarse bien y no dicen cómo, son como los que atizan un candil, pero no le echan aceite para que arda. La mecha se consume con rapidez”.
Por el contrario, en la “ética de la responsabilidad”, la moralidad de una acción depende exclusivamente de las consecuencias. El sujeto prescinde de valores éticos de su mismo actuar (acciones y fines). Esta ética, que podemos designar como ‘pública’, sólo pondera la eficiencia y la eficacia: producir los mejores resultados con los menores “daños colaterales”. De este modo, por ejemplo, mentir –naturalmente, procurando que no se vea el engaño, o disfrazándolo convenientemente- para provocar un ilusionismo en la gente, en plena campaña electoral, podría estar bien, porque el personal quedaría ‘encantado’, y además ‘nos votaría’. Hoy día, la “ética de la responsabilidad”, se entiende como utilitarismo, es decir, lograr el máximo de satisfacción o bienestar para la mayoría de las personas. Los problemas que plantea el utilitarismo son evidentes. El más inmediato es la imposibilidad de conocer todas las consecuencias –también las consecuencias de las consecuencias-, y la dificultad práctica que plantea hacer el cálculo de satisfacciones (¿cómo puede medirse algo tan subjetivo como es la sensación de bienestar?). Además, para evaluar las consecuencias hace falta algún criterio o valor, y el elegido (satisfacción) es cuanto menos muy discutible para determinar qué está bien o mal. Por otra parte, el utilitarismo pone en tela de juicio algo tan importante y universalmente aceptado como son los derechos humanos inherentes a toda persona. Por ejemplo, en una población en la que la mayor parte sean racistas –es sólo un supuesto teórico, que nadie se asuste-, lo que podría producir ‘mayor satisfacción’ a la mayoría podría ser maltratar, expulsar o incluso eliminar a la minoría. Las guerras de ocupación estarían, por ejemplo, justificadas si con ello se logra el abastecimiento del mercado a precios más baratos. Las enfermedades o el hambre en el tercer mundo pueden ser usados como arma de dominio, también porque sirven para controlar el desarrollo demográfico en esas naciones y que no nos invadan, y conservar el status quo, entendido de un modo hedonista: no arriesgar el bienestar general de una nación o de un grupo de naciones. Los ejemplos, a veces sangrantes, están a la vista de todos. Además, el utilitarismo, prescinde del que realiza la acción y de su finalidad intencional, del cómo y del porqué. Lo que cuenta es ser capaz de indagar las consecuencias y hacer el correspondiente balance. De este modo, la ética nada tiene que ver con la conciencia ni con el perfeccionamiento personal. Es una cuestión de “expertos”. Asepsis total.
Sin desmenuzar lo dicho hasta aquí, sonaría a “científico”, porque parece bien estructurado para poder funcionar con cierta ‘decencia’. Pero, en el fondo, no es más que la destrucción de la propia conciencia. Si este planteamiento lo llevamos a sus últimas consecuencias conduciría a la desaparición de lo ético. Eliminar la ética en nombre de la ética. Vivir tranquilos porque la conciencia ya no nos puede acusar al haber actuado “científicamente”. Una inmoralidad. Una auténtica desfachatez.
Yendo todavía más al fondo, la cuestión que se suscita es de profundo calado, ya que afecta a algo tan elemental como es la propia supervivencia -y convivencia-, al tratar de separar la ética pública de la privada, como si fueran dos ámbitos paralelos y antagónicos, que no se encuentran más que en el infinito. Dos mundos dispares que nos hacen esquizofrénicos, anfíboles y camaleónicos, cuando lo único verdadero es que hay una sola ética, la mía; una sola conciencia, la mía; que no admiten separaciones artificiosas, sino coherencia de principios y convicciones, y responsabilidad: porque los actos revierten necesariamente en la persona haciéndola buena o mala. Y si no los poseo, o no tengo conciencia y soy un des-almado; o será ajena, pero no mía, lo que me hace ser un en-ajenado. Porque esto es como el juego de las siete y media: si no llego malo, y si me paso, peor.
Cuenta Aldous Huxley en “Un mundo feliz”, como Mustafá Mond leyó una nueva teoría de la Biología de un subordinado suyo. Le pareció un estudio sensacional, pero revolucionario, porque “el tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social, peligroso y potencialmente subversivo. <>. <>. <>, pensó mientras firmaba. Era un trabajo excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas… bueno, nadie sabía a donde podía llegarse”. Ya no nos salvará ni la revolución socialista, ni la neoliberal, ni la sexual, ni la tecnológica, ni la ecológica. La única salvación de Occidente es la revolución moral. Y esa atañe a cada uno. Quién la posponga, fracasará; quien la acometa, ganará. Y concierne a cada generación. Esta es la madre de la cuestión.
Pedro López García
Grupo de Estudios de Actualidad

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