Mondrian
Mientras los roedores discutían sobre el nombre del bosque, los árboles morían de sed. El bosque, dijo uno, nunca ha tenido nombre. Si hay bosque, dijo otro, es porque a nadie le importó el nombre. Mientras los roedores debatían sobre el homenaje a los roedores aplastados, los arbustos morían de sed. Los roedores no necesitamos estatuas, dijo uno, nunca las hemos necesitado. Si hay arte, dijo otro, es porque a nadie le importó qué es el bronce. La sed nos acorrala, dijo otro, y no sabemos de dónde procede, pues nadie observa las fuentes ni las nubes. Mas sabe el filósofo que sólo los sueños sombríos traerán luz, aunque sea tarde. Y sabe que el poder dendrítico, el que se va por las ramas, acaba con cualquier atisbo de racionalidad. En el enmarañdo bosque es algo que comparten los roedores más avispados con los terribles dinosaurios. Es un poder difuso, que se enreda y genera un bucle sobre sí mismo, para no recordar, para no crear. Sabe el filósofo que habrá que esperar a que emerja otro poder, radical, sin aspavientos ni tormentas.