Entre 1946 y 1948, investigadores del gubernamental Servicio Público de Salud (PHS) de Estados Unidos infectaron a más de 1.500 guatemaltecos de sífilis, gonorrea y chancro. Querían comprobar si la penicilina era eficaz contra las enfermedades de transmisión sexual (ETS). En uno de los experimentos más oscuros de la ciencia los infectados no fueron advertidos. La historia no se supo hasta que una investigadora la sacó a la luz el año pasado, obligando al propio Barack Obama a pedir disculpas a Guatemala. Ahora un comité de bioética del Gobierno de EEUU acaba de concluir su investigación sobre el caso. Aunque sus conclusiones no se harán públicas hasta que Obama reciba su informe, hay una que debería estar entre las destacadas: la ciencia, la mayoría de las veces con el soporte de los Estados, ha usado a los más miserables, a los pobres o a los de otra raza para su avance.
El experimento de Guatemala, que contó con el visto bueno de las autoridades sanitarias tanto estadounidenses como guatemaltecas de entonces, usó a soldados, enfermos mentales y reclusos. El doctor John Cutler, del Laboratorio de Investigación de Enfermedades Venéreas del PHS, y su equipo querían conocer el modelo de transmisión de la Treponema pallidum, la bacteria causante de la sífilis. También reclutaron a varias prostitutas ya infectadas, pero en este caso las usaron como vector. Aprovecharían los vis a vis para que los presos se infectaran tras mantener relaciones con ellas. En los casos que no usaron el sexo, los investigadores expusieron al resto al contagio mediante la inoculación cutánea. Ninguno de los 696 infectados fueron avisados. Siguiendo las normas básicas del método científico, a unos se les trató con la, por entonces, nueva penicilina mientras que el resto no tuvo tratamiento, para funcionar como grupo de control del ensayo.
Ya sobre la marcha, los investigadores estadounidenses decidieron ampliar su investigación sobre la eficacia de la penicilina para tratar las ETS a los agentes de la gonorrea (Neisseria gonorrhoeae) y el chancro (Hemophilus ducreyi), una afección algo más leve. 772 personas fueron expuestas a la primera mediante sexo o inyecciones y otras 142, todas por inoculación, a la segunda. Estos tuvieron algo más de suerte, la práctica totalidad fueron tratados con penicilina los primeros y con sulfatiazol, otro antibiótico que hoy se sabe altamente tóxico, los segundos. Ninguno fue avisado y, menos aún, se les pidió su consentimiento. La comisión estadounidense estima que 83 de los contagiados murieron por la ciencia.
De no ser por la casualidad, esta historia jamás habría salido a la luz. En 2009, mientras preparaba un libro sobre otro infame experimento, el de Tuskegee, la profesora Susan Reverby descubrió el de Guatemala revisando los papeles de Cutler, fallecido en 2003. Tuskegee es una pequeña localidad de Alabama, en el profundo sur de EEUU. Allí, y desde 1932, las autoridades sanitarias estadounidenses, estudiaron la evolución natural de la sífilis en 600 personas. Como en otras muchos ensayos de la ciencia, las cobayas fueron los pobres, aquí los aparceros negros. En este caso no se les contagió la enfermedad, ya la llevaban consigo. Pero, con engaños, prometiéndoles asistencia médica gratuita y hasta el pago de su entierro, les hicieron creer que les estaban tratando de la mala sangre, expresión popular para definir cualquier mal sin diagnóstico. Aun cuando ya se había demostrado la eficacia de los antibióticos para tratar la sífilis, los investigadores evitaron tratarlos hasta que, en 1972, una filtración a la prensa destapó el experimento.
La Comisión Presidencial para el Estudio de las Cuestiones Bioéticas que ha estudiado el caso de Guatemala ha asegurado: “tenemos que mirar y aprender del pasado para poder asegurar al público que hoy en día la investigación científica y médica se lleva a cabo de una manera ética”, escribe su presidenta Amy Gutmann. Sostiene que lo sucedido entonces pertenece al pasado y que cumplía con los requisitos éticos de esa época. Olvidan que ya en 1947, en mitad del experimento, se había establecido el Código de Nüremberg, un decálogo sobre la experimentación con humanos nacido del juicio en la misma ciudad alemana de los médicos que, bajo el paraguas nazi, realizaron experimentos tan espantosos como los llevados a cabo por la primera democracia del mundo.
También parecen olvidar los ensayos con pacientes del Hospital Judío para las Enfermedades Crónicas, de Nueva York, donde se les infectó con células cancerígenas en 1962 por el mismo equipo que, una década atrás había hecho algo similar con reclusos de una prisión. O el caso del pequeño pueblo de Pont-Saint-Esprit, en el sur de Francia, donde hace 60 años centenares de personas sufrieron alucinaciones, muriendo cinco. La versión oficial culpó a un pan de centeno infestado de cornezuelo, un hongo alucinógeno. Tras décadas de oscurantismo, ahora hayquienes señalan a la CIA y sus experimentos con el LSD como arma para el control mental.
Extranjeros, negros, dementes, prostitutas, presos o soldados. Los investigadores de estos experimentos parecen mostrar predilección por los estratos más vulnerables de la sociedad. Habrá quienes digan que es cosa del pasado. Pero no hace falta creerse a pies juntillas la historia que cuenta la película El jardinero fiel para descubrir que buena parte de los ensayos clínicos modernos se realizan en África, donde la corrupción administrativa está a la orden del día y, con ella, el relajo en la vigilancia. Hace unos días, por ejemplo, la multinacional Pfizer, empezó a pagar las compensaciones a 500 familias de Nigeria por la muerte o discapacidad por una vacuna contra la meningitis que falló. Han tenido que pasar casi 20 años desde el juicio que la condenó para hacerlo. ¿Cuántas Guatemala, Tuskegee o Nigeria quedan por descubrir? ¿Cuánto debe la ciencia a los más pobres?
Cuarto Poder