Así que desde mi privilegiada situación de anónima de tres al cuarto me dispongo a la liarla contra el nuevo energúmeno de chichinabo, en la adjudicación rápida de ese tono y contenido a ciertas entidades humanas que considero escombros absolutos después de chocarse contra mí. Freno, espantada. Quizá no es ese. Puede ser este otro. O aquella persona. El otro de allá. ¿Y este? Demasiados candidatos, algunos de carne y hueso, presentes o revividos, que pueden estar diciendo eso, tomándose la molestia de un comentario, sólo por fastidiar. Porque se acordaron de mi existencia y en la suya tienen tiempo libre de sobra.
Guardo la diversión plena para otro día. Al poco, otro energúmeno (¿el mismo?) aparece en otro frente, la página de los vídeos, y le sigo el rollo. Que puede ser este. No, el otro. O aquel de más allá. Así no hay manera de insultar, sin saber el quién exacto. Quien sea, con la paciencia de una hormiga, se molesta después en visitar uno a uno los vídeos anteriores, con perfiles distintos o de conocidos que se prestan (las artimañas cibernéticas son múltiples y no voy a extenderme) para colocar el mismo número sospechoso de dislikes a toda la producción audiovisual. En su inquina absurda no sabe que me hace un favor, un verdadero favor, al aumentar el número de visualizaciones.
Pero vuelve la duda. ¿Qué pasaría a ciertos niveles? No me llegarían las manos. Supongo que, por eso, las estrellitas mediáticas no lo hacen. O porque las cifras son sólo cifras, sin gente detrás.
No saben lo que se pierden.