Me imagino a mis padres sentados en el horno mientras se miran en silencio. Se recuerdan todo con la mirada. Oscurece en la calle y solo el perro del pastor rompe el silencio. Ya no hay que cocer mañana. No hace falta preparar la leña, ni la harina, ni la levadura. El horno está frío. Los ladrillos húmedos, con el moho del olvido. Todo está hecho ya, la artesa vacía, los tableros sin pan, y el pan sin harina. Ya no hace falta pensar. Nadie quiere el pan. Se miran sentados en el horno, callados. No pueden hablar. La niebla atraviesa el tiempo. Recuerdan el agua del canal, las esclusas y las barcas. Pero les cuesta recordar cómo era el calor del horno, porque ahora solo conocen la helada. El roble y la encina no arderán mañana. Permanece la cernada. Suenan las campanas y hace frío. Recuerdan todas las casas que habitaron. Baja la niebla. Y escribo al anochecer, cuando ya no hay que preparar la harina y la leña para mañana. Estoy fuera, les observo por la ventana. Están quietos y se miran a oscuras. Recuerdan frente a la mesa vacía, donde hacían el pan y los dulces. El perro del pastor ladra. Y yo escribo desde muy lejos, desde el sur.