Había una vez una pequeña piedra de quien todos se reían y lloraban de risa. La pobre no pudo hablar de lo tímida que era y no supo cambiar la situación hasta que un día llegó un apuesto y galán príncipe reprimiendo la tristeza de la piedra y las burlas de ellos. Nada más preguntarle qué le ocurría, ella sollozó a gritos:
Pero, ¡¡¿es qué no lo ves?!!— gritó muy fuerte y enfadada.
Él, no se desesperó ni se marchó porque sabía perfectamente lo qué le ocurría y no dejaba de darle vueltas al asunto. Tampoco le chilló su alegría como hacían el resto pero sí, fue el más perjudicado de aquella conversación.
Ahora, todo el mundo reía pero, incluida ella, eran burlas hacia él y no ella. Ella se convirtió en la reina de las burlas y siempre que alguien de muy mal ver pasaba cerca suya le señalaba con el dedo con la intención de hacer daño y reírse de esa persona.
Todo esto, duró poco pero duró algo. Todo esto, duró tanto para la gente y tan poco para ella que no le dió tiempo a saborear con dulzura su victoria. Todo esto duró hasta el día que alguien se atrevió a decirle que nadie se reía de ella ni con ella, tan solo se reían de llevar aquella ridícula etiqueta por fuera de su camisa de cuadros y, a partir de ese momento, se dieron cuenta del por qué la llevaba de tal manera y no, precisamente, por olvido.
No a todos se nos ve la etiquetas, pero sí tenemos un precio.