Hubo una vez
un silencio
que parecía rosa o simple arco-iris
tenía el siniestro nombre
de las cosas que suelen asustarnos
y su sombra parecía un gran abismo negro.
El silencio por su parte
no sabía del rencor que sienten
los ojos al encontrarse con el sueño.
No entendía que el cielo y las estrellas
sólo eran pedazos felices de una memoria abandonada
pero comprendía bien la sinfonía de unos labios
al cerrarse con ternura sobre otros,
sabía que las manos eran la extensión
de un abecedario milagroso
que cura del aburrimiento y la tristeza.
Conocía bien el sabor de una alegría
y el aroma que dejan las risas
recién pintadas en la cara de los niños.
Era un silencio humilde
que se sentaba al pie de los suicidas
y les contaba que más allá
del acostumbrado punto
donde suele perderse la mirada
están las cosas que dejaron olvidadas.
Era un silencio honesto
que vagaba con la lluvia
buscando ojos que dijeran “te amo”…
era un silencio.
Era sólo eso.
Un silencio extraordinario
y nunca nadie supo nada.