Hay situaciones que nos “ganan”, donde la razón y la comprensión no alcanzan, situaciones que evidentemente tocan la llaga, la herida abierta y no hay discurso que valga. No está bien que pase, no es justificación decir: “me pudo la situación” pero pasa y como no vivimos en el mundo de la perfección hay que hacerse cargo.
Hay situaciones donde parece que fuéramos un tren empujado por la inercia y no podemos parar hasta que se agota la energía. Situaciones donde prima el automático, la costumbre, donde aún sin quererlo encarnamos todo el desamparo y la violencia que hemos recibido y sin control la vomitamos fuera ejerciéndola sobre l@s niñ@s.
Nada justifica la violencia, ni el maltrato, sean estos verbales, emocionales, psicológicos o físicos, es sencillamente inaceptable mucho más cuando es dirigida hacia un/una niñ@. Nada, repito nada, de lo que pueda hacer o decir un/una niñ@ justifica la violencia, decir que lo merece es solo la excusa que encontramos para tapar nuestro fallo y ocultar debajo de la alfombra poniendo en otr@ la responsabilidad que sólo nos atañe a nosotr@s.
Sin embargo, desafortunadamente el maltrato aparece aún por encima de nuestras buenas intenciones y surge precisamente cuando nos quedamos sin herramientas, cuando sentimos que sobrepasa nuestros límites, cuando nos gana la impotencia. La violencia no habla del acto que el/la otr@ comete, habla de nuestra propia sombra, nuestro dolor, heridas y miedos. Mientras no sienta peligrar mi seguridad no tendré que defenderme del otr@, nunca será visto como enemigo alguien que no toque mis llagas.
Por eso no basta con tener un discurso sólido y respetuoso, con amar a nuestros hijos y creer en la noviolencia como forma de vida. No basta porque mientras no nos hagamos cargo de los demonios que nos habitan estos siempre volverán desde sus cuevas para defendernos y garantizarnos la supervivencia ( visto desde los ojos del niñ@ intern@).
Es vital tener el coraje y la entereza de desnudarnos incluso descarnadamente, entender no las reacciones que tenemos sino el origen de ellas, poder mirarnos a los ojos sabiéndonos seres amorosos pero educados en la violencia, sabiéndonos capaces de cuidar, amar, permanecer, pero condicionados a sobrevivir en situaciones adversas que han requerido de nosotros todas las corazas posibles, todas las defensas probables. No es posible sanar sin antes detectar la enfermedad y no es posible tampoco si solo tratamos los síntomas.
Creo firmemente que más allá del trabajo personal que cada un@ pueda hacer sobre si mism@ hay situaciones que debemos evitar, porque no sabemos manejarnos en ellas, son más grandes que nosotr@s y activan nuestras defensas, para eso existen los factores de protección.
Los factores de protección son aquellas medidas que tomamos con conciencia de nuestras carencias, para evitar llegar a una situación límite. Ya sean medidas tomadas a priori, un ejemplo muy simple, simplísimo seguramente, si pasarme de mi hora de comida me da mal genio (y término descargándome con quien tengo cerca), pues hago todo lo que está a mi alcance para evitar que eso suceda. O acciones que realizamos en una situación cuando vemos que se nos está yendo de las manos: cambiar de actividad, pedir la ayuda o presencia de un tercero, hacer algo que nos divierta y nos relaje, tomarnos una pausa antes de reaccionar, dar un paseo, verbalizar el enojo sin personalizarlo, jugar al enojo, golpear o patear cojines, etc.
Para esto es indispensable un alto grado de honestidad con nostr@s mism@s, para poder decir-nos, “estoy en terreno minado y puedo explotar, es hora de parar”; además de tener el coraje de vernos y no justificarnos, no decir-nos que está vez es distinto, que si tenemos razón, porque no, no la tenemos no existe razón que justifique la violencia.
Contar con factores de protección quiere decir que nos sabemos falibles, que asumimos nuestra sombra, nuestras carencias y límites y que desde la posibilidad que nos da el ser perfectibles nos hacemos cargo, sin culpa, pero con responsabilidad.