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“Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos “hechos” que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía”
Este es uno de los párrafos de Fahrenheit 451, publicada en 1953, hace casi sesenta años, con que nos obsequia el señor Bradbury.
Para los millones de lectores que ya conozcan al autor, hayan leído esta novela o cualquiera de sus éxitos, les parecerá ridículo este artículo, y seguramente tienen razón. Opinar desde la ignorancia sobre algo en lo que ya se han pronunciado mentes insignes no carece de riesgo, pero para mí, que no conocía al autor, esta novela me ha sorprendido, me ha cautivado, me ha absorbido y me ha hecho pensar. Fahrenheit 451 se trata, además de la temperatura a la que quema el papel, de una novela corta, o un cuento largo, no lo sé con seguridad porque uno de las tantas carencias que ofrece la lectura en formato digital es la falta de información en cuanto a la longitud de los textos, así que me definiré por novela corta escrita en 1953, y ambientada en un presente imaginario en el cual el entretenimiento es la base de la sociedad.
Un mundo tan vacuo y banal en el que las paredes de las casas son grandes televisores que dirigen sus mensajes de forma que parezca que son personalizados para cada televidente, así los personajes de televisión se convierten en una especie de familia con la que conversar de vaguedades y cuyo único fin es hacer ruido para llenar espacios. Una sociedad aletargada e idiotizada por ley, viva a base de pastillas de todas las formas y colores, incluidas las anestesiantes y somníferos, que deforman tanto la realidad exterior como la interior para hacerla soportable. Una vida en la que los sentimientos, ni siquiera la vida, el odio, el amor o la muerte, tienen el peso suficiente para calar en los habitantes de ese mundo.
El señor Bradbury coge nuestras vidas, nuestros valores, nuestros anhelos, nuestra cultura, a nosotros, y nos pasa por uno de esos espejos de feria. Afila los bordes, acentúa los defectos, estira las diferencias, enfatiza la estulticia, engorda la soledad y nos presenta una situación tan absurda como terroríficamente posible. Una sociedad en la que los pensantes, los filósofos, los escritores, los inquietos, los lectores de cualquier texto con más letras de las que contiene la etiqueta de un frasco de champú, son perseguidos y encarcelados, cuando no directamente quemados por un cuerpo de bomberos cuya única función es, no la de apagar fuegos, sino la de encenderlos.
Un cuerpo de bomberos al que pertenece el protagonista de la novela, Guy Montag, y cuya imagen, armado con un lanzallamas quemando las casas que contienen cualquier atisbo de cultura, es demoledora. Un bombero cuyo trabajo es quemar libros, y a las personas que los poseen si se aferran a ellos, y que de repente empieza a preguntarse porqué entre hombres que durante toda su vida sólo se han preguntado cómo. Un hombre que se ve en la encrucijada de seguir su vida banal e insulsa, pero tranquila, o de iniciar una pérdida de todo para conseguir comprender. Dejarse llevar por la eterna curiosidad que sólo lleva a la frustración del no conocimiento, del saber que a más se conoce más conciencia se tiene de lo que se ignora, del dolor de saberse nada. Un camino que conduce a un yo prohibido y que el señor Montag desea recorrer para nuestro deleite-
Con un estilo muy diferente al de Capote o Fitzgerald, Bradbury también recrea una crítica a nuestra sociedad, pero más dura, negra y sórdida. Unas letras cargadas, no pesadas o aburridas, cultas, densas, afiladas como la semilla del árbol de mangle que se clava en la conciencia como la planta en el mar, y que nos obliga, aunque sea por momentos, a plantearnos si somos tan evolucionados como creemos o simplemente una especie que debe ser salvada de la curiosidad a base de ruido y chorros de queroseno inflamable.
Sin duda es una de las mejores novelas que he leído. Va un último “tast” de las letras de Bradbury:
“El mundo corría en círculos, girando sobre su eje, y el tiempo se ocupaba en quemar los años y a la gente, sin ninguna ayuda por su parte”
Quizá el consuelo de leer esta novela en los pañales del siglo XXI en lugar de haberlo hecho a finales del pasado es que, gracias a los libros electrónicos, el cuerpo de bomberos libro-pirómanos que da nombre a la novela nunca conseguiría éxito en su cometido en esta nueva realidad, aunque como dice un amigo mío (y a quien debo el acercamiento a Bradbury), no nos podemos fiar porque ellos siempre encuentran la forma.
Resumen del libro (editorial)
Fahrenheit 451: la temperatura a la que el papel se enciende y arde. Guy Montag es un bombero y el trabajo de un bombero es quemar libros, que están prohibidos porque son causa de discordia y sufrimiento. El Sabueso Mecánico del Departamento de Incendios, armado con una letal inyección hipodérmica, escoltado por helicópteros, está preparado para rastrear a los disidentes que aún conservan y leen libros. Como 1984, de George Orwell, como Un mundo feliz, de Aldous Huxley, Fahrenheit 451 describe una civilización occidental esclavizada por los medios, los tranquilizantes y el conformismo. La visión de Bradbury es asombrosamente profética: pantallas de televisión que ocupan paredes y exhiben folletines interactivos; avenidas donde los coches corren a 150 kilómetros por hora persiguiendo a peatones; una población que no escucha otra cosa que una insípida corriente de música y noticias trasnmitidas por unos diminutos auriculares insertados en las orejas. "Fahrenheit 451 es el más convincente de todos los infiernos conformistas".