Un poema de Fogwill para recordarlo:
"LLamado por los malos poetas"
Se necesitan malos poetas.
Buenas personas, pero poetas
malos. Dos, cien, mil malos poetas
se necesitan más para que estallen
las diez mil flores del poema.
Que en ellos viva la poesía,
la innecesaria, la fútil, la sutil
poesía imprescindible. O la in-
versa: la poesía necesaria,
la prescindible para vivir.
Que florezcan diez maos en el pantano
y en la barranca un Ele, un Juan,
un Gelman como elefante entero de cristal roto,
o un Rojas roto, mendigando
a la Reina de España.
(Ahora España
ha vuelto a ser un reino y tiene Reina,
y Rey del reino. España es un tablero
de alfiles politizados y peones
recién comidos: a la derecha, negros, paralizados, fuera del juego).
Y aquí hay torres de goma, alfiles
politizados y damas policiales
vigilando la casa.
A la caza del hombre,
por hambre, corren todos, saltan
de la cuadrícula y son comidos.
Todo eso abunda: faltan los poetas,
los mil, los diez mil malos, cada uno
armado con su libro de mierda. Faltan,
sus ensayitos y sus novela en preparación.
Ah.. y los curricola,
y sus diez mil applys nos faltan.
No es la muerte del hombre, es una gran ausencia
humana de malos poetas. Que florezcan
cien millones de tentativas abortadas,
relecturas, incordios,
folios de cartulina, ilustraciones
de gente amiga, cenas
con gente amiga, exégesis, escolios,
tiempo perdido como todo.
Se necesitan poetas gay, poetas
lesbianas, poetas
consagrados a la cuestión del género,
poetas que canten al hambre, al hombre,
al nombre de su barrio, al arte y a la industria,
a la estabilidad de las instituciones,
a la mancha de ozono, al agujero
de la revolución, al tajo agrio
de las mujeres, al latido
inaudible del pentium y a la guerra
entendida como continuidad de la política,
del comercio,
del ocio de escribir.
Se necesitan Betos, Titos, Carlos
que escriban poemas. Alejandras y Marthas
que escriban. Nombres para poetas,
anagramas, seudónimos y contraseñas
para el chat room del verso se necesitan.
Una poesía aquí del cirujeo en la veredas.
Una poesía aquí de la mendicidad en las instituciones.
Una poesía de los salones de lectura de versos.
Una poesía por las calles (venid a ver
los versos por las calles...)
Una poesía cosmopolita (subid a ver
los versos por la web...).
Una poesía del amor aggiornado (bajad a ver
poesía en el pesebre del amor...)
Una poesía explosiva: etarra, ética,
poéticamente equivocada.
En los papeles, en los canales
culturales de cable, en las pantallas
y en los monitores, en las antologías y en revistas
y en libros y en emisiones clandestinas
de frecuencia modulada se buscan
poetas y más malos poetas:
grandes poetas celebrados pequeños,
poetas notorios, plumas iluminadas,
hombres nimios, miméticos,
deteriorados por el alcohol,
descerebrados por la droga,
hipnotizados por el sexo
idiotizados por el rock,
odiados, amados por la gente aquí.
En las habitaciones se buscan.
En un bar, en los flippers,
en los minutos de descanso de la oficina,
entre dos clases de gramática,
en clase media, en barrios
vigilados se buscan.
¿Habrá en la tropa?
¿En los balnearios, en los baños
públicos que han comenzado a construir?
¿En los certámenes de versos?
¿En los torneos de minifútbol?
¿Bajo el sol quieto?
¿A solas con su lengua?
¿A solas con una idea repetitiva?
¿Con gente?
¿Sin amor?
No es el fin de la historia, es
el comienzo de la histeria lingual.
Todo comienza y nace de una necesidad fraguada en la lengua.
Falsifiquemos el deseo:
Te necesito nene.
Para empezar te necesito.
Para necesitar, te pido
ese minuto de poesía que necesito, necio:
quisiera ver si me devuelves el ritmo de un mal poema,
que me acarices con sus ripios,
que me turbes la mente con otra idea banal,
y que me bañes todo con la trivialidad del medio.
Y en medio del camino, en el comienzo
de la comedia terrenal, quiero vivir
la necedad y la necesidad
de un sentimiento falso.
Se necesitan nuevos sentimientos,
nuevos pensamientos imbéciles, nuevas
propuestas para el cambio, causas
para temer, para tener,
aquí en el sur.
Y arriba España es un panal
de hormigas orientales:
rumanas, tunecinos,
suecas a la sombra de un Rey.
Riámonos del Rey.
De su fealdad.
De su fatalidad.
De Su Graciosa Realidad.
La realidad es un ensueño compartido.
La realidad de España
es su filosa lengua pronunciando la eñe
y su mojada espada pronunciando el orden
del capital y la sintaxis.
¡Ay, lengua:
aparta de mí este cuerno de la prosperidad clavado en tu ingle,
suturada de chips, y cubre
nuestras heridas con el bálsamo de los malos poemas..!
Les paso la nota de Silvina Friera que salió en Página/12: "El último acto, la última “provocación” del francotirador, dejó sin palabras a los que escucharon la noticia. Rodolfo Fogwill murió ayer a los 69 años por un problema pulmonar. El cuerpo le pasó facturas por el exceso de tabaco. Hoy nace un mito, tallado por él mismo con la obsesión del “publicista póstumo”. El escritor de ojos desorbitados –la mirada de un loco– fue para la literatura argentina lo que Maradona es al fútbol y Charly García al rock.
Hubo mucha droga en la vida de este hombre lenguaraz, de gestualidad excéntrica, que devino en personaje previsible con incorrecciones de trazo grueso. Los famosos 12 gramos de cocaína con los que escribió Los pichiciegos –sin duda su gran novela– en una frenética carrera contra reloj; en medio de la guerra de Malvinas, quería terminarla antes de que el Papa llegara a Buenos Aires. También hay latiguillos para la polémica de bajo vuelo, como cuando le dijo a Página/12, hace unos años, algo que andaba proclamando a los cuatro vientos, como un macho que buscaba medirse con cuanto contrincante se le cruzara por el camino: “El único que puede hacer parar una pija en la literatura soy yo”. Una necrológica –género periodístico peliagudo escrito bajo el imperativo de la urgencia– tal vez no sea el mejor terreno para las conjeturas. Pero, a veces, cuando el personaje en cuestión aguijonea con su obra –pero mucho más con sus fisuras, derrapes y contradicciones–, resulta inevitable preguntarse qué hubiera pasado si esta muerte hubiera sucedido por los años ’90. Quizá su figura no habría dividido las aguas de un modo tan radical. Muchos –casi todos– lo amarían como un grande que se fue antes de tiempo, si es que se puede admitir que haya algo así como “un tiempo para morirse”.
Ese hombre que fue media docena de autores muy distintos con el mismo nombre de marca –según lo ha definido Elvio Gandolfo–, nació en Buenos Aires en 1941 como Rodolfo Enrique Fogwill. Sociólogo egresado de la UBA, publicista y experto en marketing, terminó publicando sus libros con su apellido a secas, “como Sócrates, Platón, Aristóteles”. “El maestro del arte de la elipsis”, como lo llamó Borges –a quien le leyeron un cuento de Fogwill, pero salteando las partes más fuertes–, siempre recordaba que el autor de El Aleph lo había definido como el hombre que más sabe de cigarrillos y automóviles. “Yo me puse contentísimo... pero tarado –me dijo Enrique Pezzoni–, ‘quiso decir que no sos un escritor’.” La construcción de su imagen incluía este tipo de anécdotas que otros callarían por pudor. Docente en la Universidad de Buenos Aires, tras el golpe militar de Juan Carlos Onganía en 1966 fue expulsado por “comunista”. Siempre contaba que para un trotskista lo peor que le podía pasar, en aquella época, era ser confundido con un comunista. De sus escarceos con la Cuarta Internacional pegó el gran salto como “investigador de mercados”. Llegó a tener “la agencia más grande de América latina”. Hizo fortunas, pero lo perdió todo.
Entre las campañas publicitarias de cuño fogwilliano, de las que le gustaba jactarse, está la de los cigarrillos Jockey: “Suaves pero con sabor, el equilibrio justo”. A Fogwill se le ocurrió “el sabor del encuentro”, que inicialmente no era para la cerveza Quilmes, sino para una tabacalera, y trabajó para Dupont, Esso, Nobleza Piccardo y muchas empresas más. En 1980 su cuento “Muchacha punk” ganó un importante premio literario. “Para escribir hay que ser un gran mentiroso”, le dijo el escritor a esta cronista cuando publicó el libro de poemas Ultimos movimientos (Paradiso), en 2005. “En mis libros hay un noventa y nueve por ciento de mentiras. Eso es la literatura, por suerte. Me siento muy frustrado porque para estar bien hay que tener la cabeza libre durante un día entero. Descubrí tiempos verbales que son solamente argentinos, los inventé yo. Se llama condicional imposible, como el pagariola. No existe en ningún idioma”, subrayaba el autor de los poemarios El efecto de realidad (1979), Las horas de citas (1980), Partes del todo (1990), Lo dado (2001) y Canción de paz (2003); de libros de cuentos como Música japonesa (1982), Ejércitos imaginarios (1983) y Restos diurnos (1993); y de las novelas Vivir afuera (1998) y En otro orden de cosas (2002).
Escribir –no caben dudas– era una de las mejores cosas que hacía Fogwill. Los pichiciegos, muchas veces reeditada de los ’80 a esta parte, es una novela excepcional que contribuyó a aceitar las piezas del mito. Edificó esa mitología “maldita” en parte a través de una postura contra la academia. Pero fue un escritor estudiado y ponderado no sólo en el ámbito universitario, sino también entre narradores. “Las boludas que están en la Facultad de Letras dan clases para chicos tontos; que escriban o den dos clases teóricas sobre Fogwill no es llegar a la academia. Porque Puan no es la academia... es lacamierda. Puan me parece un cotolengo”, afirmaba el hombre que manejaba al dedillo el arte de la injuria. Fogwill intentaba fundamentar, más allá de la diatriba. “Mi rechazo es estético: no censuro lo que hacen, censuro lo que se hacen. Se hacen pelota, son unos idiotas; quieren la ayudantía, la jefatura, la beca y después quieren ser vitalicios de la facultad, todos sin excepción.”
El año pasado publicó sus Cuentos completos (Alfaguara), aquellos que quería que fueran sus relatos definitivos. Expurgó unos cuantos, por malos –dijo–, como acostumbraba, sin pelos en la lengua. La voz de Fogwill, la del cuentista, la del personaje, no era una voz domesticada, a pesar de que siguiera al pie de la letra un guión esculpido. Era una voz díscola que se busca a sí misma, pero a la vez ponía y pone a los otros –a sus lectores– en el abismo. El arte de la provocación fue su elixir. Aunque el personaje haya fagocitado a los múltiples autores que conviven en sus mejores páginas, el tiempo dirá qué lugar ocupará Fogwill en el “parnaso” literario argentino".