Sus ojos siempre fueron transparentes, de un intenso color azul cielo que dejaba entrever la picardía de quien todo o casi todo lo encuentra picardioso. Fue el penúltimo de una madre sacrificada de la que heredó ese color mágico en las pupilas y de un padre problemático del que sacó las orejas y poco más. Asegura, aún hoy, que de pequeño era rubio como la miel y con rizos más propios de un querubín que de alguien nacido en Cerecéa, pero hasta eso, y ante la falta de evidencias fotográficas, tendría sentido, porque vino al mundo un 24 de diciembre, como Jesusito eres niño como yo.
Él, que nunca tuvo espacio en la cabeza para aprender las tres reglas, ni a escribir ni a leer ni para sentir avaricia, interés, odio, ni tan siquiera dolor, recuerda sin embargo los caminos que recorría de Cerecéa a Parres y de Parres a Borines y de Borines a Sieres y de Sieres de vuelta a casa, con alguna perrona gorda en el bolsillo, un encargo en la cabeza -generalmente vino o cigarrillos para el padre, aunque estuvieran muriéndose de hambre- y mil pájaros en la cabeza y en los árboles. No hace mucho aún sabía reconocer el cantar de la cerrica, el pecho rojo de la raitana y el ulular de la curuxa al caer la noche, y distinguir los ñeros de la andarina, del avión y la calandria. Asegura, o aseguraba, que sabía tender trampas a los llobos y los raposos por ser dañinos y malos como la bicha, y, sin embargo, a los toreros los llamaba asesinos, y que ojalá que-yos pille el toro que tiénenselo bien merecíu, o que-yos ponga una bomba la ETA, incluso. Que servidora estuvo presente y recuerda bien aquella amenaza, siempre sentado en su sitio: el sofá-armario de casa de la abuela Nora, a la sazón y por siempre su hermana mayor, que compartía con él color de ojos y altura, no así ingenuidad. Allí, siempre, eterno, Falo veía la tele hasta que la hermana la apagaba y, como al niño que él seguía siendo, le amenazaba con una buena bronca si se le ocurría, en medio de la noche, levantarse y encenderla otra vez.
No siempre vivió con Nora, claro. La madre murió durante la Guerra, víctima de mil disgustos, y cuando Moraima, la pequeña, puso pies en polvorosa para huir de la retranca paterna, Falo y su padre se marcharon a tierra de éste: a la montaña gallega, a cuidar cabras alejados del mundanal ruido. Murió el padre y el hijo aún sigue asegurando que las berzas que quedan duras, a medio cocer, es que son gallegas, que las asturianas son más blandas; quizás, a fin de cuentas, porque en aquella cabaña comían las cosas crudas y, de vuelta a Asturias, a sus hermanas sí les daba por cocinarlas.
A Falo lo arrancaron de aquella cabaña miserable meses después de la muerte del padre, y costó. Costó porque él no quería dejar a las cabras solas, porque él no recordaba ya a aquella gente que quería llevárselo de vuelta a Asturies y porque había aprendido a desconfiar de todos. Porque todos le llamaban tonto y, si alguna cosa tenía él clavada en la cabeza, es que no era tonto, y que dolía que se lo dijeran a todas horas. Pero, finalmente, accedió. Falo llegó a Gijón sin tener idea de cómo se utilizaba un par de cubiertos, ni de la función de un lavabo, ni de las normas cívicas que la vida en la ciudad requería. Y, a base de mucha y heroica paciencia de las hermanas -Maruja, la mayor, y Nora, la mediana- y de la sobrina, acabó Falo siendo un playu de muy señor mío. Todo un gijonés que llevaba a la hija de sus sobrinos de la mano, a ver jugar los bolos toda la tarde, y se la pasaba explicándole las normas del juego; que conocía todas las líneas de autobús, quién las conducía y las circunstancias de todos aquellos conductores que le daban conversación a aquel anciano de ojos transparentes siempre de pie, siempre sujeto a la barra. Que gastaba días enteros en visitar la Feria de Muestras y que un día se escapó de casa en tren y llegó sano y salvo a La Felguera, tan arrepentido que se dio la vuelta y en el mismo día llegó a Gijón como si no hubiera pasado nada.
Sus ojos siempre fueron transparentes y él, en contra de lo que todos aseguraban, era cualquier cosa menos tonto. 88 años le corvan ya la osamenta y, de un tiempo a esta parte, una densa niebla se le ha instalado en la cabeza. No recuerda qué comió ayer, pero sí el nombre y el orden de sus 9 hermanos, de con quién se casaron, de cuántos hijos tuvieron y, además, de qué color tenía los ojos cada uno. Asegura, en una especie de borrachera permanente, que aún vienen todos los hermanos a verle -en realidad, sólo le queda una hermana viva- e insiste, una y otra vez, que él no es tonto. La televisión ya no le divierte -quién podría haberlo dicho hace tan sólo unos meses- y las piernas que le funcionaron mejor que a mí hasta hace sólo un par de años ya no quieren andar más. Rodeado de viales, de batas blancas, de enfermeras e inyecciones, Falo piensa, sin embargo, que está cazando llobos en el monte. Con el pelo blanco como la nieve y cada vez más débil, él ve una hermosa cabellera rubia, rizosa, despeinada y brillante.
Quizás lo único que siga igual en su realidad añeja y en la de verdad sean esos ojos de cristal, del color del cielo en un día de verano como el que Falo, quizás, no vaya a volver a ver más.
No somos nada.