Revista Talentos

Faltas de asistencia

Publicado el 25 noviembre 2012 por Francescbon @francescbon
FALTAS DE ASISTENCIACarezco de la paciencia como virtud vital. O sea, tengo esa dosis que me permite no actuar como un energúmeno cuando delante mío en la cola del banco una abuela insiste en aturdir al empleado ingresando cada mes míseras cantidades en las cuentas de sus nietos (esos que acudirán a su casa y mientras esté distraída robarán pequeñas cosas para venderlas y comprar droga), o que me ha hecho perderme muchas escenas iniciales de películas antes de recriminar a la gente que no lleve el dinero preparado para comprar las palomitas. Pero la paciencia a la que me refiero es otra: es la de la aceptación de los contratiempos y el convencimiento de que los ciclos son de semanas o de décadas pero siempre se acaban cerrando. No tengo paciencia en eso. No me gusta esperar. Lo quiero todo. Eso es de una canción, ¿no?. O el lema de un partido político que tenga un planteamiento particularmente radical. Sí, de esos partidos que nunca obtienen grandes resultados por culpa de que siempre hay quien los boicotea de manera solapada, y los sienta en un despacho y les dice, chicos, por aquí no tiréis, que no hay nada más que incerteza y desolación.Entonces, mi paciencia no es de las que se mitiga dando insistentes golpes con la pierna contra el suelo. Sólo encuentro alivio haciendo lo posible por que las cosas cambien o se aceleren o tomen otro derrotero, sólo me quedo conforme agotando hasta el último cartucho en la batalla que libro, da igual cuál sea. Se preguntarán por qué les cuento ésto. Hacía tiempo que Jesús había cambiado sus costumbres de un modo tajante. Temo ser insoportablemente arrogante usando esta frase, pero nadie lo conocía mejor que yo. Tardes y tardes sentados en una mesa, casi en silencio al principio, quitándonos las camisetas por el insoportable calor del ático, pero manteniendo una tras otra tantas y tantas conversaciones con inicio banal pero que evolucionaban hacia los principales misterios que el mundo albergaba (uno de los cuales, por qué jamás estábamos en la habitación cepillándonos a alguna chica, no conseguíamos resolverlo nunca) y que, casi siempre, acababan dejándose para otro rato, para otro día que el calor no fuera tan agobiante, lo que quería decir que quedaban sin resolver.Yo noté a Jesús tan extraño y tan disperso que empecé a elucubrar no con cuál sería su siguiente paso, pues no me daba tiempo a eso, sino cuál podría ser el último. Me dio por pensar que un día se iba a suicidar. No sólo pensarlo, tardé tan poco en convencerme que ese era el destino que se cernía sobre él, no en la primera esquina ni en la segunda sino al final de la avenida, que decidí seguirle para cerciorarme de que no planeaba algo raro.
En una de ésas descubrí al tipo con el que se veía: al comisario misterioso del que hablaba como insinuando que le preguntáramos para a continuación proclamar que, por nuestra seguridad no iba a comentar nada.Por pura curiosidad, seguí al comisario una de las veces que se separaron tras pasar media hora en una cafetería, media hora en que el café que le sirvieron a Jesús se enfrió en la noche de los tiempos sin que le diera tan solo un sorbo. Fui tras el comisario hasta un edificio y me las arreglé para entrar a su lado. Entré en el ascensor y pulsé el piso más alto del edificio. Era uno de esos ascensores con espejo en las paredes y yo disimulé mirando como mi imagen se reflejaba en el infinito hasta la nada.
-A veces el principio y el final de las cosas están en el mismo sitio. Curioso, ¿no?.
Dijo la frase justo en el momento en que salía del ascensor en su piso, el séptimo, así que apenas pude girarme sorprendido y sostener su mirada unas décimas de segundo.

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