Hay dos tipos de familias: las centrípetas y las centrífugas. Las que engullen y las que escupen.
No son más que dos extremos de un mismo continuo, en el que habitan, afortunadamente para muchos, las gamas intermedias, donde reside el ansiado bienestar.
María salió despedida del hogar materno que la vio nacer, como lo hiciera 17 años antes, del vientre de su madre. Con dolor.
Unos padres más preocupados en sí mismos que en los suyos, buscaban saciar su egoísmo cada cual a su manera. Sin mirarse, sin cruzarse ayudas ni peticiones. Exigencias a lo sumo. Ingratitud como poco. Frutos amargos de una felicidad que ni está ni se la espera.
María sobrevivió razonablemente bien, sintiéndose amada en un entorno poco amable, así de grande y poderoso es el amor de un hijo hacia sus padres. La costumbre también hizo su trabajo. Uno hace normal lo que normal le parece, cuando no se ha vivido otra cosa.
Y con María llegó la ansiada mayoría de edad, no para ella, sino para su madre, quien amenazaba con desearle una próspera vida fuera de su hogar. Ya era mayor y libre...¿Qué mejor regalo para una hija que volar? Pensó la madre, prisionera de una vida que ella escogió. Sus ansias de volar empujaron a María, de malas fornas y a empellones, soñando que era ella misma quien alzaba el vuelo, lejos...libre. Y así fue como la hija saltó a un vacío que con el tiempo llenó. Expulsada de forma tramposa, bajo el disfraz de libertad. Un regalo que no se puede rechazar.
Y los padres, más preocupados en sí mismos que en los suyos, siguieron alimentando su egoísmo, y engordaron mucho, tanto, que su propio exceso les pesaba. Ya no escupían, vomitaban.
Y María insistía en recordarles de donde venía y ellos insistían en saludarla sólo desde el umbral de su casa.
Mientras tanto, su hermano, Guillermo, se afanaba en preparar sus maletas. Pronto cumpliría los 18 años...