Todo sucedió en los carnavales de 1763. El marqués de las Quemadas, amparado en el secreto de la máscara, recorría las callejas de El Puerto de Santa María. Le seguía una cohorte de esclavos armados con bastones que lo protegían de posibles soplagaitas. El marqués sentía que los vapores del ron estaban trastocando su cuerpo y tenía miedo de caer rodando por los suelos. Fue entonces, frente a la iglesia prioral, cuando la descubrió. Ella estaba allí, medio desnuda, disfrazada de negra de las colonias y luciendo en su cintura un taparrabos trenzado con pieles de perro. Una argolla de hierro aprisionaba su cuello y tras de sí arrastraba una legión de tipos que baboseaban al contemplar sus bailes obscenos. "Mandinga –gritó el marqués al más avispado de sus esclavos-, trótame a esa fiera…". Y mientras le hablaba, puso en sus manos, junto a la certera orden de acoso, un puñado de monedas de plata...Fue en ese momento cuando la señorita C., sobrecogida, despertó del sueño.
Texto: Ildefonso Robledo Casanova