Leo en su perfil de Facebook sobre el más reciente de la larga lista de éxitos de una antigua compañera de trabajo. Otra conocida coloca en su perfil unas fotos donde aparece morenísima, rodeada de amigos sonrientes en un entorno paradisíaco. Una tercera cuelga la imagen de su tarta de cumpleaños, un gigantesco pastel de fresas con nata en una mesa que parece dispuesta para cientos de comensales. Y yo aquí, aporreando el ordenador bajo el cielo gris y contaminado de Madrid.
¿Qué tiene de veraz todo esto? Como veremos enseguida, poco.
Un estudio de la Universidad de Stanford publicado hace unas semanas en la revista Personality and Social Psychology Bulletin analiza precisamente esto: hasta qué punto uno se siente mal después de navegar por Facebook y observar las fotos, biografía y actualizaciones invariablemente dichosas de tus contactos. Los participantes en este estudio –estudiantes elegidos al azar– se mostraron convencidos de que “todo el mundo disfrutaba de una vida perfecta”. Todo el mundo menos ellos, claro.
Hay incontables maneras de hacerte sentir mal. Asumir que estás solo en tu infelicidad es otra de ellas, indica Libby Copeland en la revista Slate.
Imagen de Lin Chia Hui
“Si solo quisiéramos ser felices, sería fácil; pero queremos ser más felices que los demás, y esto es casi siempre difícil, ya que los creemos más felices de lo que son”, dijo Monstesquieu varios siglos atrás. Si las conclusiones de esta investigación son correctas, Facebook tiene un poder especial para hacernos sentir más tristes y más solos. “Subrayando la versión más inteligente, divertida de la vida de la gente, e invitando las comparaciones constantes en las que tendemos a vernos como los perdedores, Facebook parece explotar el telón de Aquiles de la naturaleza humana", indica el estudio.
Los investigadores comprobaron hasta qué punto los participantes subestimaban las experiencias negativas de sus amigos en Facebook y, por el contrario, sobreestimaban las positivas. Por otra parte, resulta que cuanto más subestimaban las emociones negativas de otras personas, más solos y desdichados de sentían.
Pero resulta que Facebook se caracteriza precisamente por eso: por la exhibición de las “propiedades” de uno en forma de un ejército de amigos, observaciones inteligentes, fotos de bebés perfectos que no lloran ni se hacen caca.
El mismo diseño de Facebook, con ese botón de “me gusta”, sin el correspondiente “odio” o “no me gusta”, refuerza ese tipo de discurso de permanente –y falso– buen rollo. Copeland propone el siguiente ejemplo: a nadie le gustará tu actualización de que tu gatito ha muerto, pero sí saber que el animal fue valiente hasta el final. “La felicidad es impersonal, pero el dolor no, concluye.
Quizá conozcáis la fábula budista en la que un hombre se lamenta ante su maestro de la cantidad infinita de desdichas que lo afligen. Y el maestro propone lo siguiente: que todos los habitantes del pueblo introduzcan sus desdichas en un saco, y coloquen este saco en el centro del pueblo. E invita al infeliz a escoger otro saco diferente al suyo. A lo que, por supuesto, el hombre renuncia. Queremos la felicidad de los otros, pero no sus penas. ¿Hacía falta Facebook para recordárnoslo?