Era el día tres de septiembre de hace muchos años… -no ha lugar a equivocarme ya que tal día es mi cumpleaños- y en la Plaza tenía ocasión de celebrarse -como cada año- la tradicional feria de Cuerín. Por todos los caminos, y desde la mayoría de los pueblos del concejo, a la misma hora, bajaban y convergían en la capital como arroyos desatados en una repentina y mañanera marabunta. El colorido reguero lo formaban, ganaderos y campesinos, acompañados también de sus mujeres y algún que otra recua de xente menuda. Los hombres son de hablar poco y pausado, caminan despacio, dando grandes zancadas, y dejando marcada estela por los polvorientos caminos. Aunque solían marchar un tanto arrumbados, trataban de estirarse para mantener la vertical, al ser obligados por los pendientes senderos en bajada que venían a confluir en el centro del municipio de Teverga. Con parsimonia movían sus largas y torcidas piernas, deformadas por los rudos trabajos diarios con que las habían castigado desde bien jóvenes, tal como eran: el afirmarlas con fuerza, esparrancadas en el suelo para segar, cargar y desplazarse en los píndios prados, sosteniendo por encima de sus cabezas pesadas paladas de yerba, seguir y dirigir el arado romano, y hasta los más afortunados, compaginaban estos bastos trabajos al aire libre, con otros amén de rudos también peligrosos y dañinos para la salud, enterrados en húmedas galerías, bien picando, paleando carbón, posteando oscuras galerías o empujando pesadas vagonetas sobre metálicos rieles, cargadas con el negro mineral o los estériles.
Más madrugadores habían sido quienes disponían de algún animal con la intención de ser feriado. De ellos algunos habían arreado, atada con una cuerda por los cuernos, con gran pena a la Galana de turno, que se veían en la obligación de desprenderse de ella, por no tener alimento suficiente que darle, para que pudiese pasar el que se esperaba fuese un crudo invierno, pese a que el agradecido animal, llevase varios años siendo el sufito de la familia, sacando adelante, con su generosa leche, una caterva de seguidos y flacos arrapienzos, que seguro serían los más afectados por la marcha del cornudo animal, o también por necesitar los cuartos que pudieran darle por ella, por lo que es más triste “pa poder subsistir” Otros llevaban uno o más terneros en recua, detrás marchaban sus mujeres o muchachas, dándoles golpes en los lomos con una vara de avellano, o bien con ramas recién cortadas del mismo arbusto, que al tiempo servía para espantarles las madrugadoras, molestas y picajosas moscas.
Los más pobres calzan chirucas, chanclos o alpargatas de suelo de esparto, y zapatos relucientes y de punta fina, los que cuentan con más medios, todos visten y lucen sus mejores galas, camisas blancas con cuello duro, pantalones de mahón por parte de los necesitados –eso sí de momento bien limpios- y de tergal los más pudientes. Por parte femenina abundan las blusas blancas, azules, brillantes y tiesas todas, poco menos que desprendiendo destellos cual si la tela llevase una capa de barniz; volanderos vestidos de tonos claros, adornados con dibujos en puños y pechera, al que no lograban rellenar del todo unas escasas y flacas carnes, y del que sobresalían: una cabeza con el rostro curtido y el pelo ahuecado, dos brazos huesudos y blancos, sustentado el conjunto dos piernas poderosas mucho mejor formadas. Varias de estas mujeres portan enormes cestos, donde de vez en cuando estira el pescuezo una gallina o pollo. También se da el caso de alguna paisana, que encamina a golpe de vara, una gran cerda de la raza celta, empeñada en hozar y desenterrar, cuanta raíz divisa en su camino, seguida de una buena recua de lechones, inquietos, rechonchos y gruñidores. Hay quien carga a la espalda, usando el bastón como balanza, llevando una gran jaula, atestada de palomos, otro porta un cesto de mimbre con asa donde unos conejos dan fuertes patadas al asustarse del balanceo. Las damas aunque en general, suelen ser más pequeñas, en la marcha compensan sus pasos más menudos, con su mayor frecuencia, haciendo más vivaracho, animado y gracioso el desplazamiento.
Adelantan a los caminantes, caballos enjaezados al trote y con los jinetes luciendo vestimenta de cuero, las herraduras de los cascos despiden chispas al chocar contra las losas calizas a la altura de Chichicueto, otros más modestos asientan sus posaderas sobre gastadas albardas encima de mataduradas mulas, o de orejudos borricos; ellos jinetean tiesos con las perniles colgando, ellas van sentadas de lado con las dos piernas hacia el mismo flanco de la bestia. Llegados al pueblo de Entrago se acaban los penosos caminos, y comienza una grijosa pista prácticamente plana. Pequeños y ruidosos camiones pasan a los caminantes levantando una nube de polvo, que se mezcla con el negro humo de los escapes que deja en el ambiente un marcado olor a gasoil quemado. En medio del mismo pueblo se situaba la finca del palacio de Entrago, sin duda los campesinos daban a esta palabra “palacio” un significado de riqueza y esplendor, ya que la hacienda era sin duda la más extensa, opulenta y ordenada del concejo. Aparte del macizo caserón, cuenta con capilla propia, palomar y un delicioso estanque, rodeado de una hilera de magníficos árboles para defenderlo de la violencia del viento, un cuidado césped por donde se dejaban ver un sin fin de patos, entre la hierba crecida. Precisamente en este recinto, acotado con muros de piedra, trabajó de cantero alrededor de veinte años seguidos, mi bisabuelo Pedro. Esta mansión, también cuenta con un oscuro y trágico pasado, ya que durante la guerra incivil fue habilitada como cárcel y en ella fueron torturados y muertos a palos, y a manos de: falangistas, soldados y fuerzas de abuso y desorden, varios vecinos del concejo por ser amantes de la libertad, en aquellos trágicos y señalados años.
En aquellas horas tempranas una espesa niebla, dormitaba confiada sobre el río, sin calar ni un leve soplo de aire, talmente parecía una nube de algodón, dejada al descuido sobre el agua, ni siquiera se distinguía el camino que paralelo a la corriente del agua, discurría por la otra orilla. Al comenzar a alborear se fue descubriendo un mundo de casas a los lados de la carretera, revocadas y blancas, llegaba claro el canto de los gallos, habíamos llegado al barrio de la Faborita, pasado este y el puente sobre el río, delante del Tocote, se juntó una gran multitud, de animales y personas entremezclados que se acercaban al ya cercano recinto, se fundían y alternaban los chillidos, los saludos, las risas, con los apagados mugidos de las vacas que llegaban de la feria. Flotaba en el ambiente un penetrante tufillo a establo, a sudor, a heno, a leche, a cuchero; era un olor como agrio, bestial, con su aquel de repelente y humano, propio del trajín de las gentes del campo, y que seguramente resultaría desagradable a los que piensan que tienen una pituitaria delicada y todo ello por que viven en la gran ciudad, aunque habría que ver quien disfruta más, si los que alternan estos fuertes olores con los agradables perfumes de las florecillas en primavera, al perderse en el campo, en contra de los tenidos por afortunados, que viven y respiran, enterrados en la gran urbe -todo el tiempo- entre vapores de gases de escape.
En el recinto de la feria se juntaba una abigarrada multitud, un verdadero batiburrillo de individuos y de bestias, entreverados, donde sobresalían por encima, los retorcidos cuernos de las vacas y los más derechos y cortos de los toros. En la zona de entrada, al lado del lateral izquierdo de la nave prerrománica de la Colegiata se situaba el ganado vacuno y al frente de la entrada que da acceso -a través de un arco- a la cuadrada torre y al antiguo monumento con momias dentro, el caballar. Las vacas y los xatos se arraciman alrededor de los troncos de los numerosos y recios árboles que pueblan el recinto. Unos personajes muy destacados en toda feria que se precie, eran los tratantes, se distinguían por que solían llevar mandilón azul y pululaban observando las reses más llamativas, palpaban, sopesaban y sobre todo trataban de enredar y aprovecharse de la necesidad del que se ve obligado a vender su preciado animal, por cuatro cuartos. Era todo un arte el desplegado por esos tratantes en reses, ofrecían, se alejaban, volvían otra vez con nuevas ofertas, espiando el resultado de las propuestas en el rostro del vendedor, esforzándose por descubrir, el o los, defectos del animal, un tira y afloja interminable, agrias disputas sobre los años de la res, que si tenían palas en la dentadura, si daba patadas, si envestía a la gente, si saltaba los cierres y era amiga de pacer en cercado ajeno, adobados por ambas partes por una tenacidad y disimulos enfrentados, hasta que finalmente llegaba el apretón de manos que sellaba el acuerdo. También tenían lugar transacciones entre vecinos, aunque estas se guiaban más de oídas, por confidencias, aunque normalmente los secretos o defectos, terminaban siendo de dominio público.
A ambos lados de la recta de entrada al recinto, se alinean docenas de puestos con quincallas colgando, donde las reinas de la demanda eran las navajas de Albacete de todos los tamaños y para todos los gustos, con mangos dorados, de madera, de nácar o de hueso, con hojas largas y finas, también las hay pequeñas para colgante de adorno en las cadenas que se llevan al cuello; automáticas de muelle y grandes dimensione las de Taramundi que solían ser las preferidas –aunque resultasen más toscas y caras- Abundan también los puestos de guarnicioneros, donde se divisan: cabezadas, colleras, bocados, albardas, monturas de piel repujada y toda clase de aparejos. No faltan los chiringuitos, dedicados a las herramientas del campo, donde las reinas con las guadañas de las marcas: el toro y las dos liras, aunque la más asequible sea la vasca “la bellota” con sus complementos de hierros de cabruñar, estiles, cachapos, piedras de afilar, arados metálicos y ruedas para carros, acompañadas a poca distancia, de picos, palas, azadas, horcadas, trientes, garabatos, rastrillos y sogas de variados gruesos. Sin faltar los puestos de golosinas, muñecas de trapo y juguetes metálicos para los más pequeños.
Personajes lisiados llamaban la atención y se dedican con verdadero ardor a la venta de hojas de colores impresas con romanzas y coplas de ciego. Las aves de corral aparecían tiradas sobre la tierra con las patas atadas, el ojo quieto como asustado y la cresta caída, pugnando con gran esfuerzo por levantar la cabeza de entre el polvo. Poco después de medio día, se van dando por finalizadas la mayoría de las operaciones, algunos esperan para entregar las reses destinadas al matadero, darles el último adiós y ayudar en la carga de las mismas en los camiones, otros emprenden el camino de regreso a sus casas con los animales cuya venta se vio frustrada por fas o por nefás, o retornan caminando satisfechos por la compra realizada. Los que viven lejos, tuvieron venta y quedaron libres con la cartera repleta, o simplemente vinieron a ver, se van distribuyendo por los chigres y casas de comida, otros con dinero calentito, aprovechan para comprar en las tiendas que aunque sea día festivo permanecen con sus puertas abiertas, se va deshaciendo la feria y aumenta la animación en tiendas y bares, la sidra y el tintorro de León ayudan lo suyo a tal menester.
En un periquete las mesas de los establecimientos de la misma Plaza o de la aledaña capital San Martín, se vieron ocupadas por hambrientos comensales, un delicioso aroma de carne guisada con todo su jugo se dejaba oler al pasar, animando a entrar a los más reacios, y de tanto en tanto las puertas entre abiertas de las cocinas, dejaban admirar sobre la brasa, ensartados, pollos, pichones y piernas de cordero, de cuyas doradas pieles, resbalaban chorros de jugo, que no se sabe bien la razón por la que venían a encandilar los ojos de los peregrinos que acertaban a contemplarlas de pasada, al tiempo que las bocas se les hacían agua. Por aquella época todavía no proliferaban los desertores del arado, la mayoría estaban en sus puestos alerta, así es que las fuentes circulaban sin descanso, cargadas con tan cárnicos manjares, vaciándose como por ensalmo, igual que las jarras del tintorro y las botellas de sidra. La mayoría comentaban las compras o ventas realizadas, continuando después con el capítulo relativo al estado de las cosechas de seronda, o bien se preguntaban, si continuaría la seca que terminaría por arruinar los pastos de otoño en las brañas.
De pronto se dejó oír delante de la casa la corneta del municipal, a no ser los indiferentes que no los levantaban de su sitio ni a tiros, el resto corrieron a la puerta o se acercaron presurosos a las ventanas, con las servilletas de tela en la mano y las bocas llenas, el uniformado después de dejar el estridente instrumento, dio comienzo a la lectura del bando municipal, con voz entrecortada y recalcando el final de las frases del pregón:
-De orden del Ayuntamiento, se hace saber que a partir del lunes 11 del corriente, se puede proceder al pago voluntario de las vacadas, en las oficinas del Concejo.
El pregonero continuó su camino, los ecos de su repetitivo mensaje se fueron apagando al tiempo que se alejaba. Lo que dio lugar a comentar el suceso y quejarse del afán recaudatorio del Consistorio, sin levantar demasiado la voz y sin señalarse, ya que la guardia civil en aquellos tiempos, contaba con cientos de oídos y el Alcalde era quien ostentaba el mando de la Benemérita y la verdad era que los del tricornio, no tenía demasiados reparos en atizarle una camada de palos al más pintado, sin que mediase motivo alguno. Tomado el café de manga -con pingaratas de coñac- los mayores acompañado también este, de una buena copa de Fundador, emprendimos el regreso, los pequeños llevando orgullosos en el bolso del pantalón la reluciente “cheira” (navaja) que nos habían feriado en Cuerín.
Cascada del XIBLU.
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