Hoy no era un día cualquiera para él. Hoy había aprendido una de esas cosas que parecían importantes. Hoy había aprendido a buscar palabras en el diccionario, una tarea sencilla que requería cierto dominio del alfabeto y algunas nociones de ortografía.
A Fernando le gustaban las palabras, las cortas y rápidas como ya, las medianas y sencillas como ahora, y las largas que se enredaban en la lengua como una serpentina como melocotón. Bueno, la palabra melocotón no le gustaba demasiado, le costó mucho colocar las sílabas en el sitio apropiado, hasta hace poco les llamaba mecolotones, palabra que ahora le parecía más compleja que la correcta.
Estaba deseando llegar a casa y coger aquel diccionario blanco y azul que tenían sus padres en el salón, eran un montón de tomos. Le gustaba pasar las hojas y mirar entradillas, aunque a decir verdad, entre que las letras eran pequeñas como pulgas, y no entendía ni la tercera parte de lo que decían, se acababa rindiendo. A sus padres no podía preguntarles demasiado, ya había agotado el cupo de preguntas que éstos podían contestar sin que se les rompiera la cabeza. Creyeron que la etapa preguntona cesaría, tenía ya ocho años casi nueve, y cada día se acrecentaba más, como si un virus preguntón se hubiera apoderado de su espíritu.
La madre de Fernando se estaba comenzando a preocupar, su hijo llevaba diez minutos callado, seguro que se estaba poniendo enfermo. Sólo había dicho hola desde que había llegado, había cogido su merienda con el ansía acostumbrada, al subirse al coche se acomodó en su silla y se puso el cinturón, había acabado el bocata en un santiamén y seguía callado, como absorto en sus pensamientos:
—Piojo ¿estás bien?
—Sí, ¿por qué?
—Estás muy callado, no es normal en ti— dijo mamá, mientras pensaba si a su niño no le habrían abducido unos extraterrestres.
—Tengo cosas en las que pensar— contestó circunspecto.
En cuanto llegó a casa, se duchó sin que nadie le insistiera, dejó preparada la mochila para el día siguiente, cogió un folio del despacho de papá, y se dispuso a buscar la palabra.
Reviso los tomos, tenía que encontrar la p, tomo 15, pero la siguiente es la i, tomo 16, si aquí está la i.
Pi, p i , p, i, aquí está pi-o-jo. Los ojos de Fernando se iluminan, ha encontrado rápido lo que buscaba.Según el diccionario es un nombre común que se aplica a algunos insectos. Levantó la mirada del libro, y sí, entendía lo que eran los insectos. No le gustaban demasiado, las moscas son pesadas, los mosquitos pican, las avispas te persiguen. Bien mirado eran bichos poco simpáticos, salvo las abejas, las abejas eran estupendas porque hacían miel. A Fernando le gustaba la miel, era pringosa y dulce. Se le estaba haciendo la boca agua sólo de pensar en ella.
Pero el diccionario decía más cosas, malófagos, anopluros, homópteros, dípteros y psocópteros. Eran palabras bonitas, pero Fernando no entendía nada. Las volvió a releer y sí, sonaban bien, le gustaba malófagos, sonaba un poco a los malos de Harry Potter.
Busco en el tomo de la m a y sí, eran bichos que comían lana, y los anopluros chupaban sangre, vamos que eran pequeños vampiros.
Mató la tarde con el diccionario, era una extraña afición que tenía asombrados a sus padres.
Cuando su padre llegó a casa, se lo encontró así, ensimismado conuno de los tomos en sus manos.
—Hola piojo, ¿preparándote para el pasapalabra?
—Hola papá. Me gustan las palabras. No es malo que me gusten las palabras.
—No es malo, no.
A las ocho y media, los tres miembros de la familia se sentaban alrededor de la mesa de la cocina, cenaban y jugaban a ser más rápidos que los concursantes de las palabras. De momento, Fernando no podía ganar, sabía muchas cosas, pero, parece ser, eran más las que todavía ignoraba.
—Os puedo preguntar algo.
—Sí, claro, puedes preguntar lo que quieras— dijo su padre mirando a su madre con curiosidad, por su expresión dedujo que ésta no estaba en el ajo.
—¿Por qué me llamáis piojo?
—Es un apelativo cariñoso— contestó su madre. Fernando la miraba con cara de interrogación —apelativo es como un nombre cariñoso.
—A mí no me lo parece.
—Pues sí, es como la tía que llama cangrejito a Mateo.
—Tampoco lo entiendo.
—Tú al gato le llamas Paquito.
—Sí, mamá, pero es que el gato se llama Paco. Ni Mateo ni yo nos llamamos piojo ni cangrejo.
—No te enfades es un apelativo cariñoso, a tu padre le llamo gordo.
—Ya, pero es que está gordo como una vaca, y yo no como lana, no chupo sangre, ni hago ninguna de esas cosas que hacen los piojos, además me llamo Fernando, ¿entendéis?, Fer- nan- do, Fer-nan-do —repitió varias veces moviendo los dedos de la mano derecha contando las sílabas a la vez que lo repetía— no quiero que me volváis a llamar piojo, porque yo no tengo nada que ver con ese bicho, es un insecto altamente desagradable que pica a las personas, y yo no pico a nadie. Y NOOOOO— comenzó a gritar —no digáis que es un nombre de cariño, porque nadie, NADIE, NA-DIE quiere a los piojos, ¿mamá quieres tener piojos? ¿papá quieres piojos? Pues eso, no me volváis a llamar piojo, porque no tengo nada que ver con ellos, estoy harto de que me insultéis constantemente, y PAPÁ si te llama gordo mamá, es porque estás como un tonel— los padres de Fernando nunca le habían visto así, el pelo castaño tapándole sus ojos negros, la ira tiñendo de rojo su cara, y la voz a unos decibelios que si fueran las doce de la noche seguro eran delito.
Prosiguió así unos minutos más, los padres ya se habían perdido en ese discurso, pero a partir de ese momento su hijo iba a ser Fernando, al paso, don Fernando.
… he dicho. ¿Me entendéis?
—Sí, te entendemos— contestó el matrimonio al unísono.
—Buenas noches— seguidamente dio un beso a sus progenitores y se fue a la cama, dejándoles completamente mudos.
—Buenas noches, Fernando— desearon al unísono.
—¿Tú sabes qué ha sido eso?
—No sé, pero yo, a partir de hoy le llamo Fernando, lo de piojo me lo guardo para mis adentros.
—Se está haciendo mayor para llamarle piojo. ¿De verdad estoy como un tonel?
—Has engordado un poco en los últimos meses, pero ya sabes que me gusta la carne.©Mª Luisa López Cortiñas
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