Segunda noche sin apenas dormir. Tengo un tic en el párpado izquierdo que sólo me late cuando no he dormido lo suficiente. No es una cuestión de tiempo, si no de calidad. Dormir en vela, dormir preocupada, un estado de sueño que no llega a ser tal y que se interrumpe constantemente. Un estado de sueño que experimiento con las primeras fiebres de Cecilia que han llegado relativamente tarde. Pocos bebés, me cuentan y leo, pasan sus primeros siete meses y medio de vida sin subidas bruscas de temperatura.
Mi hija lleva dos noches rondando los 39 grados. Todo tan rápido que nos hemos acostado bien y, hora y media más tarde, su cabeza ardía. Mantener la calma me dicta el sentido común. Paracetamol, compresas húmedas con agua fría y menos abrigo. Hemos logrado luchar contra la fiebre y contra nuestros miedos ("por favor, por favor, que no convulsione") mientras ella pintaba una enorme sonrisa entre sus dos mejillas encendidas.
No ha perdido el hambre, ni la alegría, ni tiene dolor alguno, a pesar de la fiebre y los pitos que se le escuchan. Hoy la verá la pediatra y, supongo, me tranquilizará más. Puede que le mande tomar algún mucolítico o puede que no recete nada y nos diga que las fiebres se deben a los dientecitos. Ya empiezan a notarse dos puntitas blancas, allá a lo lejos de su encía inflamada.
A pesar de su alegría, de no quejarse, ni lloriquear, soy yo la que necesito no separarme de ella. Ayer no lo hice en todo el día. Su padre tampoco. Le tomamos la temperatura más de cien veces, como si formara parte de nuestros juegos. Yo la dormí a mi lado en sus siestas durante el día, burlando a la fiebre; que quiso reaparecer de madrugada para no dejarnos dormir, para dormir preocupados, para dormir en vela. Cuando conseguía hacerlo, tenía pesadillas. En una de ellas me planteaba cuándo volver al trabajo, igual que en la vida real. Al despertar me he dado cuenta de que eran las siete de la mañana de un lunes y que, a esta hora, yo ya estaría lejos de Cecilia y sus primeras fiebres. Trabajando, con la cabeza puesta en cosa, como tantas madres y padres trabajadores. Me he convencido de que está bien lo que hago, de que no hay prisa. Estar junto a ella soportando la primera de las muchas fiebres que vendrán, vale la pena. Besarla, acariciarla, cuidarla y disfrutar de su sonrisa como si no pasara nada, me tranquilizan.
Ahora ella duerme el tirón más largo de esta segunda noche en vela y yo llevo dos horas despierta, vigilante, descubriendo esta cara diferente de la responsabilidad y el cariño.