Cuando el lienzo rompe el silencio, las ventanas se abren y el presente se evade liviano, sin octanaje. Hay en ese “mirar de frente” la recuperación de un aplomo que se creía perdido. Y algo de dignidad también. De ausencia. De retrato de ese sigiloso ladrón que todo lo puede que es el tiempo. Aúlla la pintura. El color. El fondo. Para entonces la eternidad ha desbancado ya cualquier forma de futuro y el rostro inquina con ánimo de devoro. Con asolador deseo. Con hambre. Cuando el lienzo rompe el silencio también ahí afuera empieza una fiesta.