
No más difícil que para otras personas, ni trágica, como sí lo fue para millones de ciudadanos a lo largo del planeta. Que pregunten si no a los familiares de los ancianos en las residencias de la poderosa Madrid… No, no nos fue más difícil que a los demás, pero sí fueron nuestras circunstancias. De un futuro encarrilado, la empresa familiar de uniformes dando un salto cuantitativo en ventas y clientes, y una obra a punto de arrancar después de muchos meses de planificación, perdimos mucho dinero, nos encerraron en casa y vino el mejor momento de nuestra vida.
Sí, habéis leído bien, la trágica pandemia fue el inicio de lo mejor que nos ha pasado en la vida, y que no fue otra cosa que pasar tiempo (obligado) con nosotros mismos y convivir, por meses, cual familia en comuna.
Como yo, imagino que la gran mayoría de personas jamás había pasado tanto tiempo con sus padres, o sus hijos, como lo hicimos durante el confinamiento. Mis padres, a quienes debo todo, nunca convivieron conmigo más de quince días juntos. Mi padre trabajaba, mi madre era ama de casa, pero nosotros íbamos al colegio. Cada día, cada mañana del año, la familia se deshacía como un azucarillo y se dispersaba en tantos caminos como cabezas había bajo aquel mismo techo para no reencontrarse hasta la noche. Sin embargo, durante el confinamiento por la pandemia de Covid, eso cambió. Nos acostábamos y nos levantábamos en las mismas cuatro paredes con las mismas personas, en mi caso, con mi esposa y mi hijo menor. ¿Puede haber una mejor compañía en el mundo?
Pasábamos horas juntos, cada uno en sus cosas, pero a pasos de distancia los unos de los otros. Nuestro hijo hacía clases virtuales en su habitación y yo trabajaba en mi ordenador desde la mía, mientras, la matriarca de la familia cosía y dibujaba patrones en la sala.
Para romper las fronteras, salíamos en bicicleta a rodar por los alrededores de nuestra casa, dando fruto así a una afición recuperada de la niñez y que a fecha de hoy se ha convertido en un pilar de mi vida.
En esos meses aprendimos a convivir, a sobrevivir con muy poco porque era eso lo que teníamos, a comer ligero y pensar profundo, a conocernos, a valorarnos y respetarnos a niveles que nunca antes habíamos conseguido, y en especial yo, siempre atareado por problemas ajenos a los que llamaba trabajo.
Durante el confinamiento pasé más tiempo con mi hijo del que nunca, sumando todos los minutos de su vida, había pasado hasta entonces y establecimos una relación que dura hasta hoy. Aprendí que, si mi compañera ronda cerca de mí, las aguas turbulentas se calman y la tempestad se convierte en llanura. Que los nubarrones de la incertidumbre se disipan con la certeza de tenerla cerca.
Aprendimos que para vivir no era necesario estar bajo el yugo continuo del estrés y que, con la mitad de las cosas, ¿qué digo, la mitad?, que con un tercio de las cosas podíamos vivir infinitamente mejor. Que, si no teníamos para comer jamón del bueno y filetes de salmón más que una vez al año, el arroz con huevo cocinado en familia era el mejor plato del mundo entero.
Nos reconocimos, y nos amamos. Y esa sensación perdura hoy, cuando varios años después de aquella catástrofe mundial, seguimos viviendo con la misma paz y renuncia que en aquellos días.
Esta experiencia sé que fue compartida por muchas personas. Amigos, conocidos, familiares, todos comentaban situaciones parecidas, y, sin embargo, apenas se encendieron los semáforos de las avenidas y permitieron la libre circulación, la gente se lanzó a las calles con un nivel de voracidad peor incluso al que había antes de marzo de 2020. No he conseguido dar con la razón de esta actitud. No comprendo, a fecha de hoy, por qué aquellos que aprendieron a vivir en paz se la sacudieron como pulgas en el pelaje de un can y regresaron a los mismos hábitos que tan infelices les habían hecho antes del confinamiento.
No hablo, por supuesto, de los que tuvieron la desgracia de perder la vida o de ver como la perdían seres amados, o de los que pasaron malos momentos internados en hospitales de los que no sabían cuándo, ni si saldrían de ellos. En esta reflexión me refiero a la población que nos vimos forzados a cambiar los hábitos para abrazar una vida sencilla, a los que durante casi un año vivieron sin estrés para, después, de manera voluntaria, volver a abrazar un estilo de vida enfermo y sin sentido. Una carrera por acumular, por comprar, por adquirir deuda a cambio de tiempo, vender la libertad a precio de mercado. Nunca me sentí más libre que cuando nos encerraron en nuestras casas, así como nunca había comprendido aquella frase de Pepe Mujica en la que afirma que “si tuviera muchas cosas tendría que ocuparme de ellas. La verdadera libertad está en consumir poco”.
Con el corazón dividido y con un punto de vergüenza por habernos ido tan bien donde a otros cientos de miles de personas no les fue así, doy gracias por haber tenido la fortuna de vivir el confinamiento. Gracias por haber probado el filete de murciélago.